No ver a los invisibles es ser ciego
Por Benjamín Prado
"Vi al primero delante de los grandes almacenes Neckermann, al segundo cerca del cine Metro en el Schwan, al tercero en la vieja Ópera. (...) El primero colgaba tan alto que se le podría haber tomado, en el mejor de los casos, por un afanoso limpiador de cristales. Al segundo se le veía, sin embargo, bambolearse; el viento lo giraba bien hacia la pared, bien hacia la calle. (...) El tercero colgaba de una antigua y bonita farola de teatro, tan bajo que la gente que andaba por la nieve hacia sus coches aparcados, tenía que inclinar el cuello para no rozar sus desnudos talones. Pero lo hacían sin querer; hablaban y reían al mismo tiempo; excepto yo, nadie parecía darse cuenta de que también en nuestra ciudad existen los ahorcados". Ese poema en prosa de la escritora alemana Marie Luise Kaschnitz pertenece a su libro Aún no está decidido, que acaba de ser publicado en España por la editorial Pre-textos, y Juan Urbano quedó impresionado al leerlo, tal vez porque acababa de ver en el teatro Fernán-Gómez una exposición del periodista norteamericano W. Eugene Smith y la acumulación de miseria, dolor y, en el extremo contrario, de irresponsabilidad o cinismo que sumaban esas fotografías y el texto de Kaschnitz, era más de lo que alguien como él podía soportar con una sonrisa en la boca.
Se preguntó para cuántos de nosotros son también invisibles los desdichados de este mundo, todas esas personas que aquí y ahora, no en la República Democrática Alemana de la que habla Kaschnitz ni en el pueblo extremeño de Deleitosa, al que viajó Smith en 1950, sino en nuestro Madrid del siglo XXI, deambulan por la ciudad, piden limosna en los vagones del metro, venden cualquier cosa en mantas tiradas en medio de la calle o trabajan en condiciones que rayan la esclavitud para empresarios cuyo único corazón es su caja fuerte. Gente que sale cada día en la sección de Sucesos de los diarios pero poco en la de Sociedad, lo cual debe de querer decir que sólo nos damos cuenta de que existen cuando cometen un delito o son víctimas de él.
La exposición del teatro Fernán-Gómez reúne el material que registró con su cámara Smith, una muestra de las 1.600 fotografías que hizo en Deleitosa y con las que pretendía, según sus propias palabras, "captar la vida tal y como es, sin poses", con sus tragedias y su horror incluidos. Qué suerte que él lo hiciera y que otros no lo hayan olvidado, porque para eso, entre otras muchas cosas, vale PhotoEspaña, en la que está enmarcada esta exposición: para recordarnos que la fotografía y el periodismo pueden ser mucho más que publicidad y llegar a convertirse en un modo de denuncia, un pétalo suelto de los libros de historia, un modo de evitar que la injusticia o la desigualdad sean invisibles y, por tanto, que los que las fomentan o no pueden evitarlas, queden impunes. Así es como quería quedar la dictadura que asoló nuestro país durante casi cuatro décadas, y al parecer si el general golpista autorizó el trabajo de Smith fue por puro interés: si los norteamericanos veían el hambre y las privaciones de todo tipo que sufrían los españoles, tal vez se compadecerían y nos darían la ayuda económica y el apoyo político que tanto anhelaba el cobarde caudillo, al que desde la victoria de los aliados en la II Guerra Mundial vivía atemorizado, a la espera de que las democracias del mundo viniesen a quitárnoslo de encima. No ocurrió tal cosa, como todo el mundo sabe, aunque no creo que se le pueda echar la culpa de ello a W. Eugene Smith.
Hoy, aunque haya muchos aspirantes a Churchill y compañía, no hay a la vista ningún Funeralísimo, como lo bautizó Rafael Alberti, pero sí existen, en Madrid y en el resto del Primer Mundo, personas parecidas a las que aparecen en las fotos de Smith, que se desmoronan ante nuestros ojos y que, sin embargo, resultan tan invisibles como los ahorcados del poema de Marie Luise Kaschnitz. Será que en un mundo en el que la realidad ocupa menos espacio que la publicidad, el dolor no interesa porque combate el optimismo que nos queremos vender unos a otros para seguir avanzando, aunque sea a base de no mirar lo que dejamos a nuestra espalda. El mundo está partido en dos y sus mitades cada vez están más lejos una de la otra, porque no hay mayor distancia que mirar para otro lado.
Juan Urbano pensó eso y después fue a casa, cogió una cámara de fotos digital y salió a las calles de Madrid a fotografiar personas invisibles. Quién sabe, tal vez el día de mañana podría hacerse con ellas una exposición gemela de la que ahora está colgada en el teatro Fernán-Gómez, con la única diferencia de que los personajes de Smith eran españoles y los suyos serían, en su mayor parte, extranjeros. Habrá quien piense que ésa es una clase de diferencia.
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