Segunda entrega...
Cada mañana, Qamar se levantaba a las cinco, se vestía sigilosamente para no perturbar el sueño de sus parientes, que dormían en cualquier parte, en tresillos, literas y colchones tirados en el suelo, y media hora más tarde, tras beber una o dos tazas de té con hierbabuena, salía a unas calles aún oscuras, caminaba dos kilómetros hasta la estación de metro más próxima, hacía tres
transbordos y, finalmente, tomaba un autobús que la dejaba a la entrada de la urbanización, donde los dos criados argelinos, Yemal y Zinedine, la recogían con su furgoneta, a las siete en punto. A las ocho, cuando los señores se levantaban, Qamar ya les tenía preparada una buena cafetera humeante, dos huevos pasados por agua, tostadas con aceite de oliva y una bandeja de
fruta, pelada y cortada, que don Cosme solía tomar con yogur y cereales.
transbordos y, finalmente, tomaba un autobús que la dejaba a la entrada de la urbanización, donde los dos criados argelinos, Yemal y Zinedine, la recogían con su furgoneta, a las siete en punto. A las ocho, cuando los señores se levantaban, Qamar ya les tenía preparada una buena cafetera humeante, dos huevos pasados por agua, tostadas con aceite de oliva y una bandeja de
fruta, pelada y cortada, que don Cosme solía tomar con yogur y cereales.
Qamar nunca le había dicho nada de su vida extramuros, de sus parientes ni de su pequeño piso suburbial a don Cosme y doña María Luisa, ni ellos tampoco le habían preguntado, de forma que aquella tarde, cuando su primo Wassid llevó a su hijo a la casa, ella se sintió de inmediato nerviosa, cohibida y como a punto de ser descubierta en falta. Le dijo febrilmente a Abdul que se
sentase en un rincón de la cocina y se estuviera quieto, mientras ella comenzaba con los preparativos de la cena.
sentase en un rincón de la cocina y se estuviera quieto, mientras ella comenzaba con los preparativos de la cena.
Aquella tarde, sin embargo, el joven Íñigo entró en la cocina en cuanto regresó del colegio, cosa que no solía hacer a menudo, a buscar una taza de cacao, o algo por el estilo, y descubrió a Abdul. Qamar, azorada y restregándose las manos en su delantal, presentó a los niños y empezó a balbucir una disculpa.
-Mire, señorito Íñigo, es que Abdul sólo va a la escuela por la mañana; por las tardes los cuida mi madre, pero hoy...
-Es genial -le interrumpió Íñigo-, no sabía que tuvieras un hijo. Qué nombre tan raro, Azul...
-No, no es Azul, señorito, disculpe si se lo dije mal, es Abdul; pero no se preocupe, en unos minutos, en cuanto lleguen Yemal y Zinedine, antes de que regrese el señor...
-Abdul -volvió a cortarla Íñigo-... Oye, Abdul, ¿quieres venir al jardín a jugar conmigo? Te puedo enseñar mi cabaña. Está debajo de un sauce. Tengo un televisor a pilas y un telescopio. Ah, y también una diana.
El niño marroquí aceptó y, mientras los dos salían, Qamar se tapó la boca con la palma de la mano iquierda, mientras con la derecha, sintiéndose desfallecer, se apoyaba en el frigorífico. Era una de esas neveras sofisticadas que tienen un mínimo dispensario de hielo por el que salen los cubitos directamente al vaso, cuando aprietas una pequeña palanca, y la atribulada cocinera fue a apoyar uno de sus dedos justo en ese artilugio, de forma que empezaron a salir piedras de hielo, dándole un susto terrible. Las recogió, las echó al fregadero y despúes de mirar aprensivamente, otra vez, hacia el jardín, se arrodilló para secar el agua con una balleta. Por el aspecto asustadizo de sus ojos, se diría que estaba enjugando las babas de un perro del infierno.
En la cabaña, Íñigo había descubierto que Abdul era un compañero maravilloso que no paraba de contar historias e inventar las más increíbles aventuras: durante las dos horas que pasaron juntos, estuvieron en la selva del Amazonas, derrotaron a los turcos en Bagdad, fueron apresados en Pekín, sobrevivieron durante semanas en un oasis del desierto del Sahara, cazaron elefantes y tigres en Kenia y abordaron un barco lleno de oro en el mar Caribe, fueron capaces de huír de una oscura mazmorra de Teherán y vencieron a unos asesinos en Argel. Al final de todo eso, en cuanto empezó a caer la noche, oyeron llegar el BMW de don Cosme y la voz tensa de Qamar, que buscaba a su hijo para volver a casa.
-Ahora -dijo Abdul, arrancando un dardo de la diana-, si tú quieres, nos haremos hermanos de sangre.
-Sí quiero -contestó Íñigo.
Abdul clavó la punta del dardo en el pulgar de su nuevo camarada y le pidió que él le hiciera lo mismo en el suyo. Después, juntaron las yemas de los dedos, mezclando su sangre.
-Nunca nos traicionaremos uno al otro -sentenció Íñigo.
-Nunca jamás -dijo Abdul.
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