sábado, 3 de marzo de 2012

El prólogo de un clásico: El Buscón (1 de 2)


Pero en esta ocasión el prólogo es otra "rareza" de las que suelo dejar en el blog, el prólogo es ni más ni menos que a El Buscón, de Quevedo. Entiendo que para él sería todo un honor escribirlo. Y para nosotros leerlo en la Serie Roja de Alfaguara, la más didáctica y educativa, la que leíamos en los institutos, la que veíamos como obligación lo que ahora leemos con devoción. 

Un prólogo que dividiré en 2 partes para no saturar el blog con una entrada tan larga... hoy la primera parte, el martes, la segunda.




El ingenio que brilla en la oscuridad
Por Benjamín Prado. Prólogo a El Buscón, de Francisco de Quevedo.

Si en un examen le preguntan a un alumno quien es el protagonista de este libro y responde que un joven llamado Pablo o Pablos, natural de Segovia, hijo de una hechicera de tres al cuarto y de un ladrón al que le gustaba tanto el vino que, como el mismo dice, sin duda era hombre «de muy buena cepa», y que primero en su ciudad y mas tarde en Toledo, Madrid y Sevilla, se dedica a todos los oficios conocidos de la picaresca, sacando siempre de ellos más desgracias que fortuna, no habrá profesor capaz de suspenderlo. Pero si contesta que el auténtico personaje principal de la novela de Quevedo es la miseria, seguro que su nota sube hasta el sobresaliente.


Porque de eso es justo de lo que trata esta obra, de la miseria y sus afluentes principales: el hambre; las mil y una desdichas de quien debe buscar cama y sustento cada noche; la lucha desigual por la supervivencia; la vida nómada; el fingimiento y las mentiras a que estan abocados quienes pretenden aparentar lo que no son para conseguir lo que



no les corresponde. Un camino difícil que, sin embargo, es el único posible para un muchacho al que su padre enseñó que «quien no hurta en el mundo, no vive» y para los desdichados con que se junta y que, segun vemos en las palabras de Quevedo, son seres de una existencia tan miserable que no parecen hombres sino «sombras de otros hombres», tan mal alimentados que la delgadez hace que les suenen los huesos «como tablillas de San Lazaro» y tan poco dispuestos al trabajo que deben buscar en la astucia lo que no están dispuestos a lograr mediante el esfuerzo. Esa es la razón de que cada una de sus aventuras comience como una comedia y acabe como un drama: al principio, nos reímos del ingenio del estafador que se disfraza de caballero prospero para intentar seducir a una rica heredera; o de invalido, para pedir limosna a la puerta de una iglesia; o de cura ocioso, para desplumar a los participantes en una timba de cartas sirviéndose de todas las malas artes de un buen tahur... Pero después suele helársenos la sonrisa, al ver los interminables padecimientos, humillaciones e injusticias que sufre el pobre Pablos, continuamente golpeado, perseguido, traicionado y puesto preso. Si tuviéramos que definir en cuatro palabras aquel mundo al que en la Literatura conocemos, de forma paradójica, como el Siglo de Oro, lo haríamos de este modo: un lugar sin esperanza. Es que en la sociedad que retrata Quevedo no es oro nada de lo que reluce: a fin de cuentas, el ingenio de los necesitados solo brilla en la oscuridad.

Y hay que añadir que en ese sentido El Buscón expresa de manera clara el desengaño de los ciudadanos mas intuitivos del Barroco español, que ya leían la decadencia del Imperio, precisamente, en los signos de podredumbre que se podían advertir en la Corte y en la pobreza sin regreso en la que malvivía una gran parte de la población, entregada a la mendicidad o la ratería, mientras muchos otros, cuyos mejores tiempos habían pasado, trataban de simular, de cara a la galería, una condición social y económica que habían perdido, pues estaban arruinados, las deudas los acosaban y los acreedores empezaban a perder la paciencia. De unos y otros habla la novela de Francisco de Quevedo. 

Solemos llamar a esta obra, simplemente, El Buscón, por el mismo motivo que solemos llamar EI Quijote a la de Cervantes. A un verdadero clásico le basta con que se nombre un tercio de su título para ser reconocido. Sin embargo, en esta ocasión creo que es importante recordar que el manuscrito original de Quevedo se llama Historia de la vida del Buscoón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. Porque las tres últimas palabras tienen interés, especialmente la primera de ellas. El héroe de Quevedo es un espejo y eso, si no lo salva, en parte lo justifica. Es verdad que Pablos es un malhechor, un sablista y un ratero, pero ¿cómo son las personas, en teoría decentes, que lo toman a su servicio, e incluso algunas de sus pretendidas victimas? Hombres avaros, brutales, cínicos y llenos de ruindad. Mujeres codiciosas, mezquinas, cicateras y, si la oportunidad lo exige, capaces de vender una hija al mejor postor.Y junto a ellos, una amarga procesión de actores y dramaturgos tan chapuceros que hasta el propio Pablos se gana el pan, una temporada, escribiendo un entremes, una comedia y algunas oraciones y versos de encargo; de alcahuetas que, según se tercie, son medio celestinas y medio brujas; de poetas sin más talento que el de la pedantería, capaces de componer «novecientos y un sonetos, y doce redondillas» solo a las piernas de la mujer a la que intentan cortejar. Incluso, de este lado de la ley y el orden, podemos contemplar a través de la mirada implacable de Quevedo una jauría de hombres en apariencia decentes cuya crueldad solo podría hacer buena pareja con su tacañería; de maestros sanguinarios y tutores tan siniestros como el licenciado Cabra, el famoso "clérigo cerbatana" que tenía "los ojos avecindados en el cogote (...), tan hundidos y escuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes" y "las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre parecía que amenazaba a comérsela", y que a punto estuvo de matar a Pablos y a su condiscípulo don Diego por no darles de comer, aunque siempre disfrazando el ayuno de virtud cristiana y de austeridad.

Y también nos topamos en estas páginas con guardias brutales que abusan sin miramientos de los sospechosos, tratan como a alimañas a los detenidos y se dejan sobornar por un puñado de monedas; con corregidores medio estúpidos a los que burlan los delincuentes que persiguen, una y otra vez, con artimañas que evidencian, sobre todo, la cortedad de los perseguidores. Es decir, que lo que nos presenta Quevedo no es el ejemplo de un sinvergüenza más o menos gracioso, que subsiste con las mañas de un truhán, sino el retablo de un mundo aquejado de serias enfermedades morales y vendido a la más absoluta corrupción. "¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto?», le pregunta a Pablos, al comienzo de la novela su padre. «Porque no querrían que, adonde están, hubiese otros ladrones, sino ellos y sus ministros.» Y lo cierto es que, a la vista del relato que hace de la España por la que deambula el desventurado Pablos, no hay más remedio que darle la razón. 


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