Políticos y norias
Por Benjamín Prado. El País
Juan Urbano tenía cerebro de poeta; no corazón, pero sí cerebro, y ése era, sin duda, el motivo por el que siempre estaba comparando unas cosas con otras y recurría a continuas metáforas para intentar explicarse el porqué de los cómos, los cuándos y los dóndes que le deparaba la vida. No es que lo hiciera a propósito, sino que las imágenes, las conexiones y los por ejemplos se le venían encima igual que una luz y, una vez en él, no dejaban de darle vueltas a la cabeza lo mismo que si fueran sus satélites. Por ejemplo, algunos ministros y alcaldes del PP le hacían pensar en una noria, no en una de las que andan, sino en una de esas que se paran de pronto, llenas de pasajeros, en mitad del cielo alborotado de un parque de atracciones, como había ocurrido hacía poco en el de la Warner Bros. en Madrid. La cosa, tal y como él lo veía, era muy sencilla: el político equis era la noria y los viajeros atrapados éramos todo el país; el ministro daba con su voz impermeable un discurso que sonaba a traqueteo de tren de mercancías y cuyo resumen era otra vez-otra vez-otra vez-otra vez-otra vez, y los ciudadanos se quedaban como suspendidos a 40 metros del suelo en esa monotonía de números, balances y tantos por ciento que emanaba del ministro y daba la impresión de tener tanto que ver con la oratoria como una apisonadora con el ballet. En el último debate sobre los Presupuestos, el líder de la oposición había cavado un agujero negro en el tachín-tachín del ministro de Hacienda hablándole del precio imposible de la vivienda, la inseguridad ciudadana, la precariedad de la educación, el fraude fiscal y la crisis económica, y el ministro se defendió con tres o cuatro y ustedes más y un largo otra vez-otra vez-otra vez-otra vez-otra vez. Y los ciudadanos, como en la noria de la Warner Bros.
Juan Urbano cogió un papel y empezó a apuntar lo que él le habría dicho a ese ministro o, si se terciara, al alcalde de la ciudad y, de inmediato, se vio en la tribuna de oradores del Congreso, dirigiéndose a los diputados, con la mano izquierda en el bolsillo en señal de aplomo, un bolígrafo acusador en la otra y mirada de estadista, ahora van a ver, no saben lo que les espera, atrevánse a discutir el punto de vista del hombre de a pie.
-Y para terminar, le voy a hacer unas preguntas, señor ministro, señor alcalde, señor presidente del Gobierno. Preguntas sencillas, de esas que se le ocurren a cualquiera. Le voy a preguntar por qué España es el país de la OCDE que menos fondos destina a la sanidad; por qué en Madrid cada vez se cierran más hospitales mientras los enfermos se mueren en los pasillos de la Seguridad Social o sufren listas de espera de ocho meses; por qué los médicos de cabecera no se atreven a recetar a sus pacientes casi nada que valga la pena porque ustedes les exigen que ahorren más y más; por qué muchas farmacias no quieren despachar medicamentos como el Glivec, necesario para combatir la leucemia, porque la presión fiscal a que ustedes le someten les hace perder dinero al venderlos, aunque el Estado ganó en el año 2001, por ese concepto, 180 millones de euros. Por qué no hay en la ciudad residencias geriátricas públicas para casi nadie. Por qué España es el segundo país de la Unión Europea en fracaso escolar y por qué, ahora mismo, hay 1.400 alumnos estudiando en barracones incómodos, peligrosos e indignos. Por qué el 70% de los nuevos contratos que se firman en Madrid son por menos de tres meses. Por qué basta con darse una vuelta por Madrid de madrugada para ver que la palabra prostitución cada vez se parece más a la plabra esclavitud y que muchos inmigrantes son explotados de manera vergonzosa por negreros que les pagan con una mala comida y un jergón 14 horas de trabajo a pie firme, como vendedores ambulantes. Por qué la criminalidad aumenta mientras el número de policías y las políticas sociales disminuyen. Finalmente, por qué no se agotan los presupuestos para curar las heridas de Madrid pero el alcalde, según dicen, se gasta 384.000 euros de su cuenta restringida en quién sabe qué.
n Urbano salió de su trance victorioso, coaccionado por todos, con un país resuelto a sus espaldas. Al volver a la realidad, puso la televisión y volvió a ver al mismo ministro o alcalde de Madrid, diciendo lo de siempre, 'bla, bla, bla, bla' y otra vez-otra vez-otra vez-otra vez-otra vez. Juan se quedó colgado en el discurso, igual que en una noria.
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