Una Máquina del tiempo
Por Benjamín Prado. El País.
Según pasaba las páginas, a Juan Urbano se le iban llenando los ojos de iglesias, campanas y santos. Tal vez fuera por la Semana Santa, pero el caso es que entre la condena del Vaticano al teólogo Jon Sobrino, el empeño del papa Benedicto XVI en beatificar con toda la urgencia del mundo a Juan Pablo II y la rebelión de una parroquia de Entrevías contra el arzobispado de Madrid, el diario parecía una procesión, sólo que algunos de sus protagonistas iban hacia delante y otros hacia atrás, en algunos casos lo mismo que si al meterse en el nuevo túnel de Sor Ángela de la Cruz, uno entrara por la calle de la Infanta Mercedes y saliese a la Edad Media.
"Es decir", ponderó nuestro filósofo de todos los jueves, mientras removía gravemente el café que acababan de servirle en un bar de la plaza de España, "que la Iglesia corre para todo aquello que consiste en no avanzar y va despacio cuando se trata de llegar al futuro." Cualquiera lo entendía.
"Es decir", ponderó nuestro filósofo de todos los jueves, mientras removía gravemente el café que acababan de servirle en un bar de la plaza de España, "que la Iglesia corre para todo aquello que consiste en no avanzar y va despacio cuando se trata de llegar al futuro." Cualquiera lo entendía.
El motín de la parroquia de San Carlos Borromeo, que toma su nombre de un contrarreformista que llevaba cosido a la sotana un escudo con la palabra humildad grabada en el centro y que, según las malas lenguas, llegó a arzobispo de Milán con enchufe, porque era sobrino de Pío IV, se debe al cristazo sobre la mesa del cardenal Antonio María Rouco Varela, que se ha sentido afrentado en lo más Pío XII de su ser al descubrir que los curas de Entrevías se atreven, ni más ni menos, que a ayudar a los pobres y socorrer a los necesitados. Imagínense: como si nuestra Iglesia pudiera tirar el dinero en esas estupideces, con lo cara que les debe salir la Cope y lo que se gasta en autobuses a la capital cada vez que monta una manifestación contra el Gobierno.
¿Sabrá el arzobispo de Madrid que Sor Ángela de la Cruz sostenía que ser religioso es querer "hacerse pobre entre los pobres" y que san Carlos Borromeo nació rico y murió, según la leyenda, en la más absoluta miseria? ¿Sabrá que la palabra "cristazo" la inventó Miguel de Unamuno?
¿Habrá leído La agonía del cristianismo del pensador vasco? Juan Urbano hubiese jurado que la respuesta a todas esas preguntas era no, pero cualquiera sabe. En cualquier caso, el dedo del papa Benedicto XVI había tocado a Jon Sobrino y las últimas fichas del dominó en caer habían sido las de la parroquia de Entrevías, pero no iban a ser las últimas.
Es más, conociendo al arzobispo de Madrid, lo más fácil es que todo acabe con la excomunión de los sacerdotes contestatarios, la clausura del templo del Puente de Vallecas y el desalojo violento de los insolentes que se han atrevido a buscar amparo y cobijo entre sus muros: hasta ahí podíamos llegar.
Jon Sobrino es casi un resucitado que escapó milagrosamente de la matanza que unos criminales uniformados llevaron a cabo en la Universidad Centroamericana, UCA, de El Salvador en 1989, donde asesinaron a ocho religiosos, y que siempre ha defendido que hay que seguir al Dios de los oprimidos, lo cual, al parecer, equivale a enfrentarse a la jerarquía eclesiástica, mucho más preocupada por acumular poder que por repartir caridad, es decir, siempre más pendiente de los bancos que de las catedrales.
El disparate de Entrevías le pareció a Juan Urbano un buen ejemplo de cómo la parte más reaccionaria de la Iglesia se dedica a huir hacia atrás con la disculpa de que la persiguen, y lo único que logra es alejarse de la realidad.
Porque, por pura lógica, parece razonable pensar que cuando uno lleva un hábito o una sotana, todos los pasos que da hacia el poder, el dinero y la política, le apartan de la marginación y la pobreza, que son el territorio en el que, presuntamente, debería hacer su trabajo.
Pero al arzobispo de Madrid los curas de Entrevías le parecen ovejas descarriadas, súbditos contestatarios y tal vez hasta rojos subversivos, como a Benedicto XVI debe parecérselo el casi vasco Jon Sobrino, y, por tanto, ha puesto encima del altar sus herramientas de siempre: la amenaza, la descalificación y el castigo.
Como se descuide, y teniendo en cuenta la reacción de los fieles, que siguen yendo contra viento y marea a las misas proscritas, los van a convertir en héroes y, si se le va la mano, puede que hasta en mártires.
Eso sí, no creo que lleguen a santos, ni siquiera a beatos, porque, hoy día, para eso hay que recorrer un camino muy largo y hacerlo de espaldas y con una venda en los ojos, lo primero para no dar pasos en falso y lo segundo, para no ver el dolor y la injusticia que asolan el mundo.
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