De acuerdo, estamos en un momento en el que la mediocridad tema a la genialidad. Se mira al genio como un raro y se le denosta en veza de ensalzarlo. Cierto. Y así lo explica Benjamín en su artículo de el jueves.
Pero también lo es de que se puede ser genio de muchas maneras. Siguiendo con el ejemplo futbolero de Juan Urbano: Puedes ser un genio como Cristiano, o como Iniesta. Ambos sobresalen por encima de la mediocridad, deben ser ensalzados y no se les debe tener miedo. Yo, personalmente, me quedo con el español (y no en un arrebato de nacionalismo).
La imagen corresponde al cartel del festival de comunicación y publicidad infantil El Chupete.
Cristiano es un chulo.
Por Benjamín Prado. El País.
A veces el talento es un imán y a veces es un insulto y por lo tanto un riesgo: haz algo bien y todos te aplaudirán; hazlo excepcionalmente bien y la mitad de los admiradores se convertirán en enemigos. Hay gente que solo mira hacia arriba con rencor.
Juan Urbano y yo hablamos de eso porque él, que como todo el mundo sabe es filósofo, de izquierdas y del Madrid, está alucinado con la catarata de insultos y amenazas que le ha costado a Cristiano Ronaldo hacer una genialidad durante el partido de su equipo contra el Atlético de Madrid, el domingo pasado en el Santiago Bernabéu. Todo el mundo lo ha visto: le cae un balón indeciso de las alturas, de esos que no saben si son un despeje o un pase, y él se la pasa a un compañero dejando que le golpee en la espalda y convirtiendo así un rebote en un malabarismo y el azar en magia. El estadio entero festejó con una ovación la ocurrencia, que fue de esas que rebajan el precio de la entrada, pero sus adversarios de dentro y de fuera del campo se lo tomaron como una afrenta. A uno de los futbolistas rivales lo filmó una televisión diciéndole, con la boca llena de clavos al rojo vivo: "Eso no lo haces con cero a cero, ¿eh? ¡Te pegaba una hostia!". El siete le contestó como Dios manda, es decir, muy mal, pero luego casi pide perdón en su twitter: "En ocasiones, hay que ser creativo".
Que eso ocurra en un terreno de juego, a 120 pulsaciones por minuto y entre contrincantes, se puede entender; pero que haya gente que, en frío y de pantalones largos, pueda mantener que lo que hizo Ronaldo fue una ofensa, y escribirlo en sus periódicos y decirlo en sus emisoras de radio, resulta un poco deprimente y, visto como tendencia, hasta da un poco de miedo: no hay peor sistema de medida que la mediocridad.
"Es verdad que aquí todo el mundo pinta su cristal del color que le interesa, y luego mira", dice Juan Urbano, mientras apura su café, "y no me quiero meter en charcos que ya tienen demasiados zapatos dentro, pero fíjate por ejemplo el lío ese de Sánchez Dragó y te preguntarás: ¿Si no fuese amigo suyo, la presidenta Esperanza Aguirre habría salido a defenderlo de la manera en que lo ha hecho, con Nabokov y García Márquez clavados en su discurso como dos mariposas en un corcho? ¿Si no lo considerase enemigo suyo, el portavoz socialista de la Comisión de Control de Telemadrid hubiera pedido su cese fulminante y le hubiera llamado en la Asamblea regional "juntaletras subvencionado por el Gobierno de la Comunidad, pederasta confeso y director de un programucho con una audiencia ridícula"? Qué bárbaro, esta gente no son políticos, son hinchas", concluye.
Cristiano Ronaldo es un chulo, se dice por ahí, porque hace cosas que otros no hacen en su profesión, aunque esa, que es tan rara que ha habido que inventarle un sustantivo, la espaldinha, sí que la hicieron antes Ronaldinho e Ibrahimovic. Pues bueno, es una lástima que destacar en algo sea pintarse una diana encima. Entendido como síntoma de unas sociedades en las que todo el mundo defiende sus intereses y a nadie le resulta un buen negocio ser objetivo, el ejemplo es malo. Si se ve como una característica del alma humana, es peor. No sé si me entienden.
1 comentario:
Miró hacia la derecha, al grupo de los que insultaban a los policías y a los operarios que en ese preciso instante amarraban con cables de acero la estatua del dictador, y después de estudiarlos detenidamente sacó una libreta y un bolígrafo y se puso a tomar notas sobre algunos de ellos. Lo hacía de tal manera, sin quitarles ojo mientras apuntaba en su cuaderno frases rápidas como latigazos, que alguien podría haber pensado que en lugar de escribir, dibujaba. En primer lugar, se fijó en un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, vestido con un traje azul, que se mantenía un poco apartado del tumulto y miraba a su alrededor con una mezcla de apatía y desdén, mientras hablaba por su teléfono móvil. No gritaba ni hacía aspavientos, como los otros, pero si te concentrabas en su boca podías ver la brusquedad con que las palabras salían de ella, de un modo tajante, a veces como si fueran pequeñas explosiones, y no era difícil llegar a la conclusión de que no le gustaba en absoluto lo que estaba pasando allí. Después se detuvo en una mujer morena que estaba justo enfrente de él, cerca de los que iban a aplaudir emocionados, unos minutos más tarde, cuando la grúa se pusiese en marcha, el general a caballo desapareciera y sólo quedase del monumento injurioso un pedestal vacío. Llevaba una blusa roja y, aunque antes la había visto con otras tres personas, en ese momento se había separado de ellas y fumaba parsimoniosamente, apoyada en un coche oscuro. También ella parecía observar lo que pasaba con un distanciamiento que sólo te podías creer si no reparabas en sus ojos, porque en ellos se escondía un destello de ira, lo mismo que bajo la delicada piel del pomelo se oculta la vorágine del amargor.
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