lunes, 18 de agosto de 2008

El diario ABC tiene la verdad

Fin del relato...

Parte 1 (04/08/08) / Parte 2 (11/08/08)

La sangre nunca dice la verdad (y 3)

Por Benjamín Prado. ABC



Al día siguiente, Íñigo se levantó, como cada mañana, a las ocho y media, le dio un rapidísimo beso de despedida a su padre, que salía hacia el hospital, se puso el uniforme de su colegio y desayunó una taza de cacao y un bollo en la cocina, junto a Qamar. Luego, entró a la alcoba de doña María Luisa, le dio los buenos días y, a las nueve y cuarto, subió al viejo Mercedes Benz en que Zinedine lo llevaba a clase.

A eso de las diez, de manera extraña, su profesora de Lengua y Literatura le dio una mala constestación cuando fue a preguntarle algo.

-¡Tú cállate! ¿Quién te ha dicho que puedas hablar?

-Pero, señorita -intentó justificarse Íñigo-, es que no he entendido y sólo quería que me explicara...

-Pero, ¿es que no me has oído? ¡Silencio!

El joven Salvatierra pasó el resto del día acobardado, y no sólo en las aulas, porque la explosión de ira de la profesora parecía haberse propagado a sus compañeros, que le gastaron bromas humillantes y, cuando fue a jugar al fútbol en el patio de recreo, le dijeron que se fuera, que no querían juntarse con él.

Íñigo se fue a los servicios, lloró amargamente y se llenó de odio y deseos de venganza contra los que le despreciaban. A las cinco, Zinedine fue a recogerlo y, como siempre, condujo hasta el otro extremo de la urbanización y lo dejó en la puerta de la pastelería.

-Señorito, lo espero donde todas las tardes -dijo Zinedine, abriéndole la puerta del coche para que bajase-, aparcado a la entrada del Café Milán.

Íñigo corrió hacia la pastelería. Si hubo una tarde en que necesitara un dulce más que nunca, era esa tarde. De hecho, planeaba comprar un montón de golosinas para llevarlas al día siguiente al colegio y darse el gusto de no compartirlas con los que le habían marginado aquella mañana.

-¡Hola, Charo -dijo, tan cortés como siempre-, buenas tardes!

La dueña de la pastelería lo miró de arriba abajo, con cierto disgusto.

-¿Qué quieres?

Íñigo tragó saliva.
-Bueno, yo... Una palmera de chocolate... Y también...

-Uno con cincuenta -le cortó la mujer-. ¿Algo más?

El niño buscó en su cartera una moneda de dos euros. La mujer la miró detenidamente antes de abrir la caja registradora, lo mismo que si pensara que podía ser falsa. Luego, puso los cincuenta céntimos de la vuelta sobre el mostrador y, sin añadir una palabra ni volver a mirarlo, siguió leyendo la revista que tenía entre las manos.

Íñigo fue entonces hacia el quiosco y se puso a hojear unos tebeos, mientras don Agapito atendía a otro cliente. Trató de decidirse entre Mortadelo y Filemón, Spiderman y Los Simpson. Pero en cuanto el hombre pagó y se fue, don Agapito se volvió hacia el niño y le dijo destempladamente:

-¿Vas a comprar esos tebeos o no? Si no los vas a comprar, no los toques ¡Seguro que tus manos están sucias! ¿Tienes dinero?

-Don Agapito, yo creía...

-¿Que eran gratis? ¿Eso es lo que pensabas? ¡Fuera de aquí o llamo a un policía!

El niño llegó al Café Milán con los ojos llenos de lágrimas, y se puso a llorar en el hombro de Zinedine,pero los camareros que siempre salían a ofrecerle una Coca-Cola esta vez sólo salieron para decirle al chófer que se largara, que ahí estaba prohibido estacionar, ¿es que no veían las señales?

-¿Y tú qué miras? -le gritó uno de los empleados a Íñigo, con una mueca de infinito desdén cicatrizada en su boca y abriendo los brazos igual que si pensara golpearle. De repente era como si tras su piel se pudiera adivinar el bulto de un lobo.

Íñigo estaba pálido cuando llegó a su casa. Su madre le preguntó, por señas, si se sentía bien, mientras hablaba por teléfono. Doña María Luisa se encogió de hombros señalando el auricular, qué quieres que le haga, no puedo colgar ahora, e hizo unos círculos de luego hablamos en el aire, con su dedo índice.

Íñigo fue a la cocina. Qamar estaba preparando la cena.

-¿Y Abdul? -le preguntó.

-Está en casa, señorito -respondió la cocinera, secándose las manos en su mandil-. Mi madre ya se encuentra mejor.

-Tengo que hablar con él. Es muy importante -dijo Íñigo Salvatierra, mientras miraba con ojos llenos de angustia el jardín de su casa, la piscina, las inmaculadas praderas de césped, los árboles. Estaba haciéndose de noche muy deprisa y todo lo que antes era azul y verde empezó a ser negro. Tan negro y tan incomprensible.

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