miércoles, 28 de marzo de 2012

En la televisión del Cervantes

Benjamín Prado está hoy en Estambul junto con el poeta Luis Muñoz "en un debate donde desgranarán las diferencias entre los procesos de creación de sus obras", como dice la web del Instituto Cervantes.

Pero aunque no podamos estar allí podemos verle gracias a la entrevista que Cervantes TV publica en su página web y que nosotros cogemos y colgamos en este blog.
Una entrevista en la que iban a hablar de su libro, Operación Gladio, pero en la que le da un repaso a su visión de la literatura, los poemas, la música, el talento... Merece la pena, como siempre, escucharlo, por si queréis leerlo aquí os dejo algunas píldoras transcritas... y algún aforismo explicado por él mismo.

Primero el vídeo y si evitáis la tentación de darle al play, más abajo, las frases destacadas.



  •  Me pagan por hacer un trabajo por el que pagaría
  • No tengo una idea de la poesía tan anclada en las emociones ni en la intuición, ni en la inspiración. Hay que pelearse con cada palabra, como en cualquier otro texto.
  • Hay que tener mucha convicción, tener mucha fe en que ese texto debe ser escrito para trabajar mucho tiempo sobre un mismo tema.
  • No escribo un libro si no estoy muy, muy seguro de que tengo que escribirlo y que nos vamos a aguantar el libro y yo como una pareja de carácter fuerte porque sino no empiezo, sino se que a los dos años me tiraría del tren en marcha.
  • Lo que hace que un libro dure no es lo que cuenta del autor sino lo que cuenta sobre los lectores.
  • El escritor es un trabajador como cualquier otro, trabaja con el idioma, pero con una predisposición natural a la escritura.
  • Escribir no es tan difícil, dedicarte a la escritura y durar en ella no es tan sencillo.
  • Me gusta tener la sensación de que la historia que cuento se tiene que contar.
  • Hay quien piensa que la literatura sirve para explica, yo pienso que sirve para comprender, para comprenderse a uno mismo.
  • Si escribes algo sabrás lo que piensas sobre ello, porque lo reflexionas más.
  • Muchas veces me entero de lo que he escrito cuando me lo cuentan los lectores. Hay cosas que te plantea un lector y piensas, que sí, que el lector te ha descubierto algo nuevo que estaba ahí.
  • El silencio, el respecto con el que la gente escucha leer un poema te hace pensar que hay una predisposición del oído humano para la poesía, como del olfato hacia los olores.
  • Una vez en Alicante actuando con Pereza, que me gusta mucho, vi que estaban las adolescentes estaban esperando a sus ídolos... pues fue una de las mejores experiencias que he vivido, el silencio, el respeto y el amor con el que esas criaturas escuchaban leer los poemas era espectacular, una de las cosas más impactantes que me han ocurrido sobre un escenario.
  • Uno siempre trabaja en equipo lo que pasa es que a veces lo hace solo, quiero decir que todo poema, novela... todo lo que escribo nace de una discusión, pero la discusión es con uno mismo, en otros casos la competición ha sido con otras personas, con Sabina escribiendo canciones, o con Almudena Grandes, Javier Marías o el maestro Juan Marsé intentando escribir un relato a medias. Es algo a lo que siempre jugamos en Cádiz, escribir sonetos a cuatro manos, es muy divertido.
Y además, repasaron algún que otro aforismo, de esos de los que están en Pura Lógica, explicadas por el mismo autor:
"No merece la pena perder el tiempo mirando algo que no puedas ver con los ojos cerrados". Cuando las cosas hay que mirarlas más de una vez no hay que seguir mirando, creo mucho en las primeras impresiones.
"Un buen libro siempre nace de un gran reto", nunca escribiría un libro que pensase que iba a ser capaz de escribir. Siempre es un reto.
"Si hay algo que le sobra a la literatura es la primera persona", sí, escribí un libro de poemas, Marea Humana, en el que intenté hacer una serie de arquetipos, la víctima, la reconcorosa, el humilde, el ecologista, el inmigrante, pensando que siempre merece la pensa escribir no sobre si estás alegre sino sobre la alegría. Cuando lo escribía si estaba escribiendo un poema y me daba cuenta de que estaba escribiendo sobre alguien, lo dejaba.
"Nunca escribas nada que te avergonzarías de enseñar a Dylan", ya lo ha explicado, también, en este blog.
"Para ser feliz solo hay dos caminos parecer imbécil, hacerse el imbécil, o serlo", la felicidad es de idiotas, nadie es completamente feliz. Le decía a Joaquín que ahora tenía que llevármelo yo a Estambul para que me escribiera un libro de poemas, porque ahora el que soy más feliz soy yo.

lunes, 26 de marzo de 2012

Los nombres de Antígona. El prólogo.

Los nombres de Antígona es un libro de Benjamín Prado del  año 2001 que tras mucho tiempo ha acabado en mi biblioteca particular, y monotemática, sobre Benjamín. Un libro protagonizado por escritoras, 5, unidas por Antígona, como símbolo "de la mujer valiente y perseguida [...] que para crear sus obras debieron sobreponerse a la persecución, el destierro y la tortura; a la enfermedad, los prejuicios y el infortunio", como reza la contraportada de esta edición de Aguilar.

La emperatriz errante, la de los tres exilios, la que se encuentra entre el dolor y el éxito, la mujer inventada y la que Tantas veces son, Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva, Carson McCullers, María Teresa León e Isak Dinesen. Ellas son Antígona y él, Benjamín, nos lo cuenta en este libro que él mismo prologa de este modo.

Los Nombres de Antígona, un esencial en la bibliografía de Benjamín Prado.
Prólogo de Los nombres de Antígona
Por Benjamín Prado

Una mañana, en algún momento de 1988 o 1989, entré en el hotel Palace de Madrid para encontrarme con Octavio Paz, un viejo amigo y maestro al que nunca dejaba de ver cuando venía a España, y hablamos, durante un par de horas, de lo que uno hablaba siempre con él: los libros, la política y Alberti; las ciudades y los poetas... Recuerdo que aquella mañana me había estado contando su relación con Robert Lowell, que de ahí pasamos a W.H.Auden y que, en este punto de la conversación apareció junto a nosotros otra persona con la que, por lo visto, Octavio también estaba citado ese día. Era un hombre mayor, vestido con unos pantalones oscuros y una camisa informal, de aspecto quebradizo y voz muy hermosa, con unos ojos que parecían débiles o sofocados; un hombre que hablaba en inglés suave y metódico, con acento extranjero. Cuando Octavio Paz me lo presentó, supe que, además de todo eso, era Joseph Brodsky, el premio Nobel de Literatura.

"Auden era un gran poeta - dijo Brodsky, sentándose a nuestro lado-. Aún más que eso: era un escritor genial y un bebedor maravilloso. Siempre he dicho que, a la hora de tomar unas copas, los dos mejores compañeros que encontré en mi vida fueron él y Anna Ajmátova".

Ésa fue la primera vez que oí el nombre de la escritora rusa. Brodsky y Octavio, que era una especie de pozo sin fondo de la sabiduría y que, por mucho que lo conocieses, siempre lograba sorprenderte con la variedad de sus conocimientos - recuerdo otra tarde en la que me estuvo hablando de Bob Dylan y el rock & roll-, se pusieron a charlar de Ajmátova, a contar su vida increíble y la de otros autores rusos que habían sufrido los más espantosos tormentos en la Unión Soviética de Stalin, poetas como Osip Mandelstam o Marina Tsvietáieva. Brodsky, además de rememorar algunas anécdotas personas de su amistad con la autora de Poema sin héroe, recitó de memoria algunos versos de Réquiem, un texto legendario de la escritora rusa, y contó la historia de sufrimiento, heroísmo y tenacidad que se esconde bajo ese poema. Desde ese día, he estado obsesionado con Anna Ajmátova y con su obra. Y puede que, incluso, también ese mismo día ya me diera cuenta de que alguna vez iba a contar su historia.

Pero la literatura es un sistema de puentes tendidos, ventanas abiertas y vasos comunicantes, de forma que cada escritor es un sendero que te lleva hacia otro escritor, ése hacia un tercero, y así sucesivamente. Los nombres de Antígona es, en primer lugar, un reflejo de esa especie de animal vertebrado que forman los escritores de una época determinada y quiere ser, por extensión, una crónica de esa misma época: si enumeramos los nombres de Anna Ajmátova, Marina Tsvitáieva, Carson McCullers, María Teresa León e Isak Dinesen no parece que estemos hablando de cinco escritoras conectadas entre sí, unidas por una serie de hechos, personas y circunstancias. Sin embargo eso es justo lo que ocurre: esas cinco mujeres, cuyas vidas oscilaron entre la felicidad y el drama, entre el éxito y el desastre, compartieron estrechamente los acontecimientos terribles de su siglo, en algunos casos trataron e influyeron unas a otras, en otros fueron, aun sin saberlo, piezas de un mismo engranaje, fragmentos esenciales de la historia de esa época en la que vivieron las guerras mundiales, la Gran Depresión norteamericana, el colonialismo europeo en África o la guerra civil española y, personalmente, sufrieron, en sus propias carnes o en las de sus familias, la derrota, el exilio, las purgas, las cárceles, la ruina, la enfermedad, el hambre, los crímenes, el ostracismo, los campos de concentración... Y, naturalmente, todas ellas protagonizaron una serie de descubrimientos y revoluciones literarias sin las que no se puede entender la evolución intelectual de ese siglo: literatura e historia, cara y cruz de un tiempo dividido entre el progreso y la barbarie, lleno de conquistas pero también de pasos atrás.

¿Por qué cinco mujeres? No hay ninguna razón en especial y, de hecho, aunque ellas sean las protagonistas absolutas de cada uno de los capítulos de este libro, también lo son, a su lado, una serie de autores que, de uno u otro modo, compartieron íntimamente sus vidas: Boris Pasternak, Osip Mandelstam, Rainer María Rilke, Tennessee Williams, Truman Capote, Rafael Albertí y un largo etcétera. Por supuesto, el hecho de ser mujeres en unas sociedades dirigidas con mano de hierro por los hombres condicionó en muchas ocasiones su trabajo y su existencia, y en esos casos he intentado señalar el sesgo discriminatorio de algunos acontecimientos, la misoginia de ciertos colegas escritores o el puto desprecio de algunos líderes políticos. pero mientras escribía Los nombres de Antígona he pensado en ellas como escritoras y como personas, al margen de géneros, y si están en este libro es, por encima de todo, a causa de su admirable talento, gracias al cual crearon algunas de las obras más bellas, profundas e inevitables de su siglo.

En la mitología y la literatura griega, Antígona es la hija de Edipo y quien le acompañó en su sufrimiento y su devastador exilio, guiándolo de Tebas a Colono, después de que él mismo se cegara. Cuando murió su padre, Antígona regresó a la ciudad tebana, presenció el espantoso combate entre sus hermano, Eteocles y Polinices, en el que murieron ambos, y por atreverse a darles sepultura, contraviniendo las órdenes de su tío Creonte, fue enterrada viva en el panteón familiar, donde se suicidó. Según otra leyenda, era hermana de Príamo y fue convertida por Juno en cigüeña, al atreverse a decir que su cabello era más bonito que el de la diosa. Las vidas de las protagonistas de este libro coinciden, en unos y otros aspectos, con el drama de Antígona, a veces son casi otra manera de contar la misma historia, y por eso las he identificado con ese símbolo de sufrimiento y del valor que representa la hija de Edipo: por muchas razones, Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva, Carson McCullers, IsakDinesen y María Teresa León son ella, con otro nombre. El Tiempo, juez único de todas las cosas, ha convertido en un mito y en un parábola llena de avisos y enseñanzas, la historia trágica y maravillosa de sus vidas.

viernes, 23 de marzo de 2012

Benjamín Prado sobre negro

No es la primera vez que Benjamín habla sobre "negro". En verano lo hizo en Gijón dentro de la Semana Negra, y hoy lo ha vuelto a hacer dentro del marco del VIII Congreso de Novela y Cine Negro de Salamanca.
Fuente: EFE.
Por tierras charras ha estado esta tarde, y mientras esperamos la crónica del equipo del Congreso en su web (o el comentario de algún asistente que nos quiera contar cómo fue), o algún vídeo (si alguien lo conoce, ¿lo compartiría con el blog?) os dejamos con lo que han publicado algunos periódicos (El Economista, y Qué)  a raíz de una entrevista de la agencia EFE.

Prado alerta de que en el género de la novela negra está cabiendo de todo
Fuente. EFE.

El polifacético escritor madrileño Benjamín Prado ha alertado hoy en Salamanca de que novela negra “se está volviendo un término demasiado elástico” en el que “está cabiendo de todo”.

Minutos antes de su intervención en el VIII Congreso de Novela y Cine Negro que se celebra en la capital salmantina bajo el título “Memoria, historia y sociedad en el género negro”, Prado ha explicado a Efe que “la buena novela” de este género tiene unos componentes que no se adecúan a los de muchos títulos que se incluyen en ella.

Respecto a los grandes éxitos editoriales de los últimos años sobre tramas relacionadas con sectas, organizaciones masónicas o la Iglesia, el escritor ha confesado que “es un filón que engancha y no tiene porqué ser malo”.

A este respecto ha destacado que estas novelas tienen “un truco que me parece impresionante” y es una realidad “histórica o deformada” que los lectores van a identificar de forma inmediata y que les engancha.

Coger un suceso conocido por todos, como las Cruzadas, la Última Cena de Jesús u otros elementos y convertirlos en un texto “es algo interesante que, aunque yo no lo haría, no lo desacredito”, ha advertido.

De hecho, el propio autor ha tirado en novelas de su cosecha como “Nuca le des la mano a un pistolero zurdo” u “Operación Gladio” de realidades “más o menos noveladas” que acaecieron durante la Guerra Civil y la dictadura española.

En su intervención en el congreso de novela negra ha abordado las claves de sus dos novelas centradas en la guerra y en la postguerra españolas con un trama sobre los niños republicanos “robados por la dictadura”.

Prado ha considera que “un elemento fundamental” de este tipo de novelas es la búsqueda de la verdad “contra viento y marea y al precio que sea”.

sábado, 17 de marzo de 2012

Leiva por Benjamín

La relación de Benjamín Prado con los Pereza no es nueva, la hemos visto mucho por estos post, pero sí es nuevo que de los dos solo este uno, Leiva y también que Benjamín escriba para Marie Claire. Aunque esto último tiene toda la pinta de que va a convertirse en costumbre... le seguiremos.

Palabra de Rockero
Por Benjamín Prado en Marie Claire
Viajamos al universo creativo de Leiva, mitad de pereza, que ahora debuta en solitario.

Sabe escribir canciones que te adivinan el pasado, cantarlas de forma que quemen y hacer que mientras las escuchas seas él, regreses de un lugar en el que «las promesas y las dudas van en el mismo trago» y hayas conocido chicas con «piel de huracán», atrapadas en «su viejo look de cuero y camperas», a las que cediste el paso en la puerta por la que se marchaban de tu vida. Su nombre es Leiva, igual que el de Robert Zimmerman es Bob Dylan o el de Ricardo Neftalí Reyes es Pablo Neruda, pero sobre todo por Leivinha, un jugador del Atlético de Madrid que le gustaba tanto que para sentirse entero tuvo que robarle medio apellido, quizá porque la otra mitad no cabía en un hombre tan delgado como él, que no llega a los sesenta kilos. «Prefiero ser delgado que famoso», decía Kerouac, y él decidió no elegir y ser las dos cosas.

Su casa está llena de cuadros y fotos del propio Dylan o de los Stones, que no parecen estar ahí de adorno, sino para vigilarle. Han hecho un buen trabajo. Uno ya lo veía en las canciones de Pereza, el grupo que forma con Rubén Pozo, y lo vuelve a notar en su primer disco en solitario, «Diciembre» (Sony). «Haz canciones de las que pudieran estar orgullosos los tipos que tienes en la pared», parece haberse dicho Leiva. Lo ha conseguido, porque no cuesta imaginárselos siguiendo el ritmo con el pie, dejando que el soul de canciones como «Telediario», «Eme» o «Miedo» les caiga encima como cera caliente, asintiendo al oír que «amamos lo que perdimos, / queremos lo que envenena / y así nunca nos salen las cuentas».

Bajo el sombrero.
Leiva es afortunado, porque hay dos tipos de personas con mala suerte: las que no tienen un sitio donde ir y las que no tienen un lugar al que volver, y a él no le falta ninguna de las dos cosas. Cuando está en Madrid, ve desde su casa las calles de toda su vida, las de la Alameda de Osuna, y cuando se va es porque quiere esconderse en su refugio de la sierra, pasear con sus perros y componer canciones, o porque le esperan sobre un escenario. Ahí, bajo los focos, Leiva se comporta con la seguridad que tienen los tipos a quienes les sientan bien los sombreros. Suele llevar gorras de cuadros para no pasarse de la raya, pero él está hecho para ponerse un bombín color arena que le regaló Sabina, o la chistera modelo «Alicia en el país de las maravillas» que usé yo en una de las actuaciones que él, Rubén y yo hacemos de vez en cuando para mezclar el rocanrol y la poesía, y que le di tras un concierto en Granada. La influencia de esos sombreros en su disco es evidente, porque Joaquín lo había comprado en Londres y yo el mío en Memphis, así que cuando Leiva metió la mano en el suyo encontró a los Rolling y del mío sacó a clásicos como Otis Redding, Eddie Floyd, Isaac Hayes… Pura magia.

«Lo he pasado muy bien grabando “Diciembre” y lo voy a pasar igual interpretándolo en directo –dice–. En el estudio lo he hecho casi yo solo, he grabado todo menos los metales, pero a la gira me voy con mis colegas del barrio. Y las dos cosas son perfectas.» La gira será larga, empezará en España y luego llegará a Argentina, «siempre en locales para setecientas personas, el público ideal».

Leiva también va a ser perfecto para ellos, sean quienes sean, porque «Diciembre» tiene todo: melancolía, dramatismo, atrevimiento, poesía, dolor, ironía…. Va a ser fácil obedecerle cuando diga «ponte en mi lugar / aunque sea un rato»: sólo hay que cerrar los ojos para que la canción se convierta en un espejo.




viernes, 9 de marzo de 2012

Llenar las espinas de rosas

Haré lo que no se debe hacer en ningún texto, y es comenzar por el final. Benjamín Prado dice que Vicente del Bosque debe ser la persona más feliz en su trabajo, aunque no sé yo si el propio Benjamín no disfruta tanto con la convocatoria y la alineación titular de las letras como el propio Del Bosque con su Roja. O por lo menos eso es lo que transmite. ¡Cómo si no va a escribir un texto sobre trabajo y vamos a acabar encantados de leerlo! ¡Y encima en viernes!

Esta es mi vida, pero no soy yo
Por Benjamín Prado en El País
En las preguntas no hay direcciones prohibidas, de modo que también se pueden hacer a contracorriente. Eso las vuelve más inoportunas, pero a la vez más visibles. Aquí y ahora, por ejemplo, y en mitad de esta época sombría en la que millones de personas pierden su empleo y otras viven amedrentadas por la posibilidad de ser también despedidas, ¿no es el momento oportuno para apreciar lo que vale un trabajo y para volver a pensar en la necesidad de ser felices llevándolo a cabo? Es verdad que en estos instantes tenemos todas las razones del mundo para seguir “viviendo en continuo diálogo con el pánico”, como recuerda que hemos hecho tradicionalmente el historiador Jean Felumeau en su libro El miedo en Occidente, recién publicado por la editorial Taurus. Y también es cierto que cuando las crisis queman y el Estado de derecho se tuerce, los países se llenan de ciudadanos dispuestos a hacer lo que sea para salir adelante. Pero eso, naturalmente, no es lo ideal. “Si tu trabajo te cansa pero no te aburre, es que es el tuyo”, escribió el psiquiatra Carlos Castilla del Pino.
Sin olvidar nunca aquella idea de Mark Twain según la cual en este mundo existen tres tipos de engaños, que son las mentiras, las patrañas y las encuestas, un estudio reciente de la empresa de gestión de recursos humanos Adecco deja varias pistas interesantes, aunque algunas tan contradictorias como que ocho de cada diez españoles se declare feliz en el trabajo pero un 44,7% asegure que cambiaría de profesión si pudiera echar el tiempo atrás. Aparte de eso, tres de cada cuatro piensan que para ser feliz en el trabajo hay que tener vocación; el 97%, que los asalariados contentos son más productivos y, en general, que los factores más importantes para conseguir estarlo son el ambiente laboral, el sueldo, la realización personal y el horario.
Santiago Vázquez, que es sociólogo, economista, licenciado en Ciencias Políticas y director de Personas de la compañía de telecomunicaciones por cable R, opina que para que las cosas mejoren lo primero que debemos hacer es cambiar de mentalidad: “Por una parte, nos han enseñado que el trabajo es una especie de condena, una cortapisa que nos impide hacer las cosas que realmente nos gustan; y, por otra, existe la idea, muy extendida, de que sentirse satisfecho es ser conformista, mientras que el espíritu crítico es más respetable, de modo que en cualquier empresa en la que el 90% de los operarios estén satisfechos y el 10% esté incómodo por la razón que sea, este último grupo será el que más ruido haga, el que más se deje notar y oír. Y, sin embargo, no hace falta esforzarse mucho para entender que si la búsqueda del bienestar es el motor de la vida, también debe serlo en el ámbito laboral. Y eso vale siempre, incluso en circunstancias tan adversas como las que sufrimos hoy día. El empresario que piense que por haber más de cinco millones de personas en paro puede descuidar a su plantilla, dado que sería tan fácil de sustituir, cometerá dos errores: el primero, olvidar que una crisis es también una buena ocasión para sobreponerse a las dificultades y ganar prestigio; el segundo, no saber que los buenos resultados no se consiguen generando angustia o incertidumbre, sino confianza. ¿Dónde juega mejor y es más decisivo Messi: en el Barcelona, donde le animan a ser el mejor futbolista del mundo, o en la selección argentina, donde se lo exigen?”.
Es un buen argumento, pero ¿es también un buen ejemplo? ¿Los conflictos que pueda tener una figura del deporte, es decir, alguien admirado, rico y joven, son comparables a los del resto de las personas? ¿Tenemos que volver a confiar en la célebre Pirámide de Maslow, esa teoría psicológica según la cual las necesidades de los seres humanos obedecen a una jerarquía y se dividen en cinco niveles, situándose lo puramente biológico en la base y la “autorrealización”, o “necesidad de ser” (B-needs), en la cima? “No se trata de estar arriba o abajo, sino en tu sitio”, concluye Santiago Vázquez, “pero es evidente que todos tenemos unas necesidades elementales, un derecho a prosperar y, a partir de ahí, muchas posibilidades abiertas. Un barrendero puede ser feliz y Michael Jackson, Whitney Houston o Amy Winehouse no, como indican sus vidas turbulentas y sus muertes trágicas. Es obvio que alguien que está haciendo cola en una oficina del Inem no tiene nada de lo que reírse; pero también que otros muchos mejoraríamos si le dedicáramos menos tiempo a lamentarnos por lo que nos falta y a temer perder lo que tenemos, y más a valorarlo en su justa medida”. Lo cual, en cierto sentido, nos recuerda que no hay nada más lógico que “buscar la felicidad de forma intuitiva, lo mismo que los borrachos buscan su casa sabiendo que tienen una”, como escribió Voltaire, pero también que habitamos un mundo en el que la realidad contradice a la razón y la única filosofía posible es la de los mercados.
Pero donde no alcanza la filosofía, llegan los libros de autoayuda, y por eso la búsqueda de un camino que lleve del trabajo a la alegría ha dado lugar a diversas reflexiones, desde las que ofrece en sus famosos libros el psicólogo norteamericano Martin Seligman, a las que aporta el Dalái Lama en El arte de la felicidad en el trabajo o las que contienen otros títulos igual de explícitos, como La hora feliz es de 9 a 5, de Alexander Kjerulf. El primero, un best seller mundial famoso por haber creado el concepto de “optimismo aprendido”, sostiene en obras como La auténtica felicidad que esta “se logra sabiendo identificar en qué somos fuertes y usando esa información en el trabajo, con la familia y durante nuestros momentos de ocio”. El segundo, en conversación con el neurólogo y psiquiatra Howard C. Cutler, recomienda “cultivar la mente, adiestrarla para encarar las dificultades desde la serenidad e identificar las emociones destructivas para conseguir un ambiente laboral óptimo”. El tercero, asegura que es posible “llenarnos de energía mientras trabajamos, pasárnoslo bien, hacer una labor fantástica, disfrutar de las personas con las que compartimos la oficina, asombrar a nuestros clientes, estar orgullosos de lo que hacemos, y tener tantas ganas de que lleguen los lunes por la mañana como otras personas anhelan los viernes por la tarde”.
Kjerulf, que es danés, presume de que los escandinavos, tradicionalmente los trabajadores más dichosos del mundo, hayan sido capaces hasta de inventar una palabra, arbejdsglæde —cuyas dos mitades, arbejde y glæde significan, por supuesto, trabajo y felicidad—, y afirma que la presencia obsesiva de ese término en los países nórdicos ha sido la clave del éxito de empresas como Nokia, IKEA, Carlsberg, Lego o Ericsson. Su conclusión es que cuando sube el agua suben todos los barcos, porque el hecho de que los operarios felices sean “más eficaces, más rápidos y más flexibles, se preocupen por la calidad de los productos y caigan menos en el absentismo hace que sus empresas atraigan a personas más competentes, tengan mayores ventas y clientes más fieles”. Otra investigación, esta vez llevada a cabo por corporación Gallup, calculó hace unos años que la infelicidad de sus empleados le costaba a algunas de las firmas comerciales más competentes de Estados Unidos cerca de 400.000 millones de dólares anuales.
 
Para contener esa hemorragia, muchas compañías que ya se habían tomado muy en serio las tácticas del branding que el popular rey del marketing, Tom Peters, explicó en libros como En Busca de la excelencia, Nuevas organizaciones en tiempos de caos o El meollo del branding, donde sentenciaba que lo que singulariza a una marca comercial son sus activos intangibles y que “la pasión es la materia prima de los negocios”, ahora empiezan también a creerle cuando dice que ningún negocio puede hacerse grande si no consigue “establecer expectativas razonables y claras para sus empleados y garantizarles la autonomía necesaria para que puedan hacer aportaciones directas a su trabajo”. De forma muy gráfica, Peters sostiene que el epitafio más triste que se puede poner sobre la tumba de cualquiera, es este: “Podría haber hecho cosas realmente fantásticas... pero su jefe no se lo permitió”.
Los Premios E&E a la Innovación en Recursos Humanos, que recientemente han celebrado su novena edición, dan un indicio de por dónde van las cosas: DHL se llevó uno por fomentar la identificación de sus trabajadores con la compañía invitándoles a debatir y gestionar cinco proyectos de expansión; Philips Ibérica, porque puso en marcha, en el verano de 2010, las Recognition cards, un sistema orientado a motivar a sus mejores profesionales con unos puntos que podían canjear por diversos productos de la marca; o la propia R, donde trabaja Santiago Vázquez, por haber desarrollado un modelo de felicidad en el trabajo que, entre otras cosas, ordena aumentar o reducir los incentivos variables de los jefes de cada departamento según el clima laboral que logren establecer en él. El porvenir está en manos de todos aquellos que sean capaces de darle la vuelta a la fatalidad y conseguir que las espinas estén llenas de rosas.
Eduard Punset, autor de libros como Viaje al optimismo o Excusas para no pensar y conductor del programa Redes, ha defendido que “la felicidad de los empleados debe ser un objetivo primordial de las empresas” y que estas “tienen que aceptar que la gente controle parte de los procesos en que está inmersa, para que así pueda desarrollar sus cualidades innatas”. Pero añade ahora que, en su opinión, tampoco suelen vivir bien aquellos que consideran el trabajo su centro de gravedad: “Los estudios más serios sobre las dimensiones de la felicidad coinciden en no identificar el trabajo como una de sus fuentes básicas, porque antes que eso están las relaciones personales, el control de la propia vida e incluso los niveles de renta. Y las investigaciones más recientes en el campo de la neurología ponen de manifiesto la necesidad de conciliar entretenimiento y conocimiento: es preciso entretener para enseñar. Lamentablemente, muchas universidades no han asimilado todavía este principio, y el mundo corporativo está todavía más lejos de practicarlo. De todos modos, la actual dicotomía entre trabajo y felicidad desaparecerá a medida que se cambien los esquemas de la revolución industrial por estrategias menos fundamentadas en los conocimientos académicos y más en la creatividad”.
Sin embargo, como advierte una vez más Jean Delumeau en El miedo en Occidente, “cuando las personas están asustadas corren el riesgo de disgregarse, su personalidad se cuartea y su sensación de estar adheridas al mundo desaparece”; así que ¿cómo se pueden combinar, en estos momentos, la búsqueda de la felicidad en el trabajo y el pánico a perderlo, en medio de esta crisis y justo después de la última reforma laboral? “No dejándose vencer o intimidar por el miedo”, concluye Punset. “El miedo ha sido evolutivamente la mayor amenaza de la felicidad, a la que he definido como la ausencia del miedo”. El problema es cuando ese estado de alarma pasa de ser individual a ser colectivo. Delumeau lo resume con una pregunta inquietante: “¿Las civilizaciones pueden morir de miedo, como las personas?”.
¿Existen trabajos capaces de hacer felices por sí mismos a las personas que los desempeñan? Según un sondeo recién llevado a cabo por la Universidad de Chicago y publicado por la revista Forbes, las 10 ocupaciones más gratificantes que existen son, por este orden: cura, bombero, fisioterapeuta, escritor, profesor de educación especial, maestro de escuela, artista, psicólogo, agente de ventas e ingeniero. El novelista Gustavo Martín Garzo, a punto de publicar Y que se duerma el mar, está de acuerdo con que su profesión esté en ese inventario, porque reconoce disfrutar escribiendo, lamenta que eso no les ocurra a demasiados profesionales y piensa que “habría que recuperar la noción del trabajo gustoso, como lo llamaba Juan Ramón Jiménez. Estar en paro es un drama tremendo, incomparable, pero también es una pena que tanta gente que sí trabaja piense más en lo que saca de su oficio que en lo que le puede dar. Antes muchas personas amaban su trabajo, por modesto que fuera, y eran felices al entregarlo bien hecho, pero ahora vivimos un tiempo de prisas y de chapuzas, en el que solo importa la rentabilidad. Esa es la llave de este asunto: hacer las cosas de cualquier manera no puede hacer feliz nada más que a un sinvergüenza; hacerlas bien, puede hacer feliz a una persona honrada”.
Finalmente, nos hemos preguntado quién podría ser la persona más feliz de España con su trabajo, y la respuesta, a todas luces, solo podía ser una: Vicente del Bosque, el entrenador amable que nos ha hecho campeones del Mundo y de Europa. Así que cómo acabar este artículo sin preguntarle.
—¿Es usted feliz con su trabajo, seleccionador?
—Bueno, la felicidad es propia de la infancia, y ser futbolista profesional, como yo lo fui tantos años, es ir estirando la infancia todo lo que se puede, seguir jugando hasta que la diversión se convierta en oficio. Luego, los que nos hacemos entrenadores llevamos todo eso un poco más allá todavía. Imagino que las dos mejores razones que uno puede tener para sentirse contento con lo que hace son sentirse un privilegiado y notar que te quieren. Y a mí me pasó eso antes y me sigue pasando ahora. Un futbolista de élite es un elegido, alguien que logra estar entre los pocos que consiguen lo que muchos querrían, y yo creo que casi todos los niños sueñan con ser estrellas, llegar a Primera División, ser internacionales… todo eso. Así que cuando yo lo era, claro que me sentía feliz. Y ahora, con los éxitos que hemos podido tener en la selección, pues también estoy contento por haber logrado nuestros objetivos, porque nuestra tarea haya tenido esa recompensa y porque siento todo el afecto que la gente me da, así que de nuevo se puede decir que tengo suficientes razones ser feliz en mi trabajo, dicho sea con toda la moderación que le impone a uno la edad, por supuesto.
—Y si no hubiera sido futbolista y entrenador, ¿en qué otro trabajo cree que podría haber sido feliz?
—Seguramente de maestro. De hecho, tenía esa otra vida en la recámara, por así decirlo, porque estudie Magisterio. Enseñar es bonito, ir formando a los chicos, ser uno de esos profesores que dan todas las asignaturas: matemáticas, lengua, historia. Tampoco es tan diferente a ser entrenador.
Así que érase dos veces un hombre feliz. ¿Cuántos de nosotros podríamos decir, al menos, la mitad de eso?

martes, 6 de marzo de 2012

El prólogo de un clásico: El Buscón (y 2)

El sábado fue la primera, y hoy es la segunda parte del Prólogo a El Buscón... por Benjamín Prado.

No olvidemos que muchos de los episodios que narra en su novela los pudo aprender Quevedo en los ambientes canallas de Madrid, que al parecer solía frecuentar, pero otros, y entre ellos algunos de los más penosos, los extrajo de su propia biografía: a fin de cuentas, el vivió gran parte de su vida en palacio, pero también conoció dos veces la cárcel y el destierro, una por su lealtad al duque de Osuna, a cuyo servicio participó en la conjuración de Venecia, y otra por sus ataques al conde-duque de Olivares. Y en su relato de la dureza de la vida penitenciaria, que deja sentir un aroma lúgubre en medio del humor que caracteriza el recuento de las andanzas de don Pablos, debe de haber rastros de la que él sufrió en su propia piel en La Torre de Juan Abad y un adelanto de la que había de padecer en el terrible convento de San Marcos, durante sus cautiverios en Ciudad Real y León, respectivamente.

A pesar de todo, y ésta es una de las grandes hazañas de Quevedo, resulta imposible leer El Buscón sin una sonrisa,
porque son muy divertidas las estratagemas de Pablos para buscar un plato caliente que llevarse al estómago o, cuando sus miras se alargan, un futuro mejor en el que vivir con desahogo sin más merecimientos que el de una buena invención, puesto que en sus planes nunca está incluida la tentación de ganarse la vida de otro modo, de forma que en el todo son caballos robados, ropas de alquiler y nombres falsos con los que abrirse las puertas que no le estan destinadas. Para conseguirlo, puede llegar a representar farsas tan rocambolescas e increíbles como la sonada alegoría de los hidalgos artificiales que se echan migas en la barba para aparentar que acaban de darse un banquete, o la que lleva a cabo cuando, de camino a la casa donde vive la mujer adinerada con la que, tras muchos fingimientos y embustes, tiene la esperanza de desposarse, decide aparentar que tiene criado que lo anuncie y abra paso entre el gentio, por el método de seguir con andares ostentosos a cualquier incauto con aspecto de sirviente que lo preceda en la vía pública: «... como no llevaba lacayo, por no pasar sin  él, aguardaba a la esquina, antes de entrar, a que pasase algun hombre que lo pareciese, y, en pasando, partía detrás dél, haciéndole lacayo sin serlo; y en llegando al fin de la calle; metíame detrás, hasta que volviese otro que lo pareciese, (...) y daba otra vuelta".

Al final de sus múltiples angustias y sus dudosas proezas, a Pablos le queda lo mismo que al comienzo de la narración: casi nada. De manera que, malherido, buscado por la justicia y sin medios para subsistir, decide ir a Sevilla  y embarcarse con rumbo a América. Lo acompaña la última mujer que ha logrado embaucar - o que ha conseguido camelárselo a él, eso nunca se sabe, a pesar de que el apodo con el que nos la presenta, la Grajales, no parece presagiar nada bueno-, y aunque Quevedo detiene su relato en ese punto, sabemos de antemano, porque así nos lo dice el propio autor, que la distancia no va a arreglar ninguno de los problemas de quien, ante todo, piensa perseverar en sus malas aficiones: "determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias con ella, a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi suerte. Y fueme peor, (...) pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y de costumbres".

A pesar de todo, el lector lamenta profundamente ese punto y final, seguro de las andanzas de don Pablos al otro lado del Atlántico serían difíciles, pero también simpáticas y capaces de hacernos sonreír. Es la amarga y deslumbrante agudeza de Quevedo, cuya prosa llegó en este libro, quizá con la de algunos episodios de Los Sueños, a una perfección que le ha asegurado un puesto entre las creaciones imprescindibles, las que resumen y explican de tal modo su época, que al final pasan a formar parte no sólo de la Literatura, sino también de la Historia. Cualquier lectora de esta obra sabrá por qué en cuanto sus ojos hayan agotado las primeras páginas.


sábado, 3 de marzo de 2012

El prólogo de un clásico: El Buscón (1 de 2)


Pero en esta ocasión el prólogo es otra "rareza" de las que suelo dejar en el blog, el prólogo es ni más ni menos que a El Buscón, de Quevedo. Entiendo que para él sería todo un honor escribirlo. Y para nosotros leerlo en la Serie Roja de Alfaguara, la más didáctica y educativa, la que leíamos en los institutos, la que veíamos como obligación lo que ahora leemos con devoción. 

Un prólogo que dividiré en 2 partes para no saturar el blog con una entrada tan larga... hoy la primera parte, el martes, la segunda.




El ingenio que brilla en la oscuridad
Por Benjamín Prado. Prólogo a El Buscón, de Francisco de Quevedo.

Si en un examen le preguntan a un alumno quien es el protagonista de este libro y responde que un joven llamado Pablo o Pablos, natural de Segovia, hijo de una hechicera de tres al cuarto y de un ladrón al que le gustaba tanto el vino que, como el mismo dice, sin duda era hombre «de muy buena cepa», y que primero en su ciudad y mas tarde en Toledo, Madrid y Sevilla, se dedica a todos los oficios conocidos de la picaresca, sacando siempre de ellos más desgracias que fortuna, no habrá profesor capaz de suspenderlo. Pero si contesta que el auténtico personaje principal de la novela de Quevedo es la miseria, seguro que su nota sube hasta el sobresaliente.


Porque de eso es justo de lo que trata esta obra, de la miseria y sus afluentes principales: el hambre; las mil y una desdichas de quien debe buscar cama y sustento cada noche; la lucha desigual por la supervivencia; la vida nómada; el fingimiento y las mentiras a que estan abocados quienes pretenden aparentar lo que no son para conseguir lo que



no les corresponde. Un camino difícil que, sin embargo, es el único posible para un muchacho al que su padre enseñó que «quien no hurta en el mundo, no vive» y para los desdichados con que se junta y que, segun vemos en las palabras de Quevedo, son seres de una existencia tan miserable que no parecen hombres sino «sombras de otros hombres», tan mal alimentados que la delgadez hace que les suenen los huesos «como tablillas de San Lazaro» y tan poco dispuestos al trabajo que deben buscar en la astucia lo que no están dispuestos a lograr mediante el esfuerzo. Esa es la razón de que cada una de sus aventuras comience como una comedia y acabe como un drama: al principio, nos reímos del ingenio del estafador que se disfraza de caballero prospero para intentar seducir a una rica heredera; o de invalido, para pedir limosna a la puerta de una iglesia; o de cura ocioso, para desplumar a los participantes en una timba de cartas sirviéndose de todas las malas artes de un buen tahur... Pero después suele helársenos la sonrisa, al ver los interminables padecimientos, humillaciones e injusticias que sufre el pobre Pablos, continuamente golpeado, perseguido, traicionado y puesto preso. Si tuviéramos que definir en cuatro palabras aquel mundo al que en la Literatura conocemos, de forma paradójica, como el Siglo de Oro, lo haríamos de este modo: un lugar sin esperanza. Es que en la sociedad que retrata Quevedo no es oro nada de lo que reluce: a fin de cuentas, el ingenio de los necesitados solo brilla en la oscuridad.

Y hay que añadir que en ese sentido El Buscón expresa de manera clara el desengaño de los ciudadanos mas intuitivos del Barroco español, que ya leían la decadencia del Imperio, precisamente, en los signos de podredumbre que se podían advertir en la Corte y en la pobreza sin regreso en la que malvivía una gran parte de la población, entregada a la mendicidad o la ratería, mientras muchos otros, cuyos mejores tiempos habían pasado, trataban de simular, de cara a la galería, una condición social y económica que habían perdido, pues estaban arruinados, las deudas los acosaban y los acreedores empezaban a perder la paciencia. De unos y otros habla la novela de Francisco de Quevedo. 

Solemos llamar a esta obra, simplemente, El Buscón, por el mismo motivo que solemos llamar EI Quijote a la de Cervantes. A un verdadero clásico le basta con que se nombre un tercio de su título para ser reconocido. Sin embargo, en esta ocasión creo que es importante recordar que el manuscrito original de Quevedo se llama Historia de la vida del Buscoón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. Porque las tres últimas palabras tienen interés, especialmente la primera de ellas. El héroe de Quevedo es un espejo y eso, si no lo salva, en parte lo justifica. Es verdad que Pablos es un malhechor, un sablista y un ratero, pero ¿cómo son las personas, en teoría decentes, que lo toman a su servicio, e incluso algunas de sus pretendidas victimas? Hombres avaros, brutales, cínicos y llenos de ruindad. Mujeres codiciosas, mezquinas, cicateras y, si la oportunidad lo exige, capaces de vender una hija al mejor postor.Y junto a ellos, una amarga procesión de actores y dramaturgos tan chapuceros que hasta el propio Pablos se gana el pan, una temporada, escribiendo un entremes, una comedia y algunas oraciones y versos de encargo; de alcahuetas que, según se tercie, son medio celestinas y medio brujas; de poetas sin más talento que el de la pedantería, capaces de componer «novecientos y un sonetos, y doce redondillas» solo a las piernas de la mujer a la que intentan cortejar. Incluso, de este lado de la ley y el orden, podemos contemplar a través de la mirada implacable de Quevedo una jauría de hombres en apariencia decentes cuya crueldad solo podría hacer buena pareja con su tacañería; de maestros sanguinarios y tutores tan siniestros como el licenciado Cabra, el famoso "clérigo cerbatana" que tenía "los ojos avecindados en el cogote (...), tan hundidos y escuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes" y "las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre parecía que amenazaba a comérsela", y que a punto estuvo de matar a Pablos y a su condiscípulo don Diego por no darles de comer, aunque siempre disfrazando el ayuno de virtud cristiana y de austeridad.

Y también nos topamos en estas páginas con guardias brutales que abusan sin miramientos de los sospechosos, tratan como a alimañas a los detenidos y se dejan sobornar por un puñado de monedas; con corregidores medio estúpidos a los que burlan los delincuentes que persiguen, una y otra vez, con artimañas que evidencian, sobre todo, la cortedad de los perseguidores. Es decir, que lo que nos presenta Quevedo no es el ejemplo de un sinvergüenza más o menos gracioso, que subsiste con las mañas de un truhán, sino el retablo de un mundo aquejado de serias enfermedades morales y vendido a la más absoluta corrupción. "¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto?», le pregunta a Pablos, al comienzo de la novela su padre. «Porque no querrían que, adonde están, hubiese otros ladrones, sino ellos y sus ministros.» Y lo cierto es que, a la vista del relato que hace de la España por la que deambula el desventurado Pablos, no hay más remedio que darle la razón.