Hacer leña del árbol caído, ¿El deporte nacional?
Por Benjamín Prado en El País
Al final de un combate siempre hay tres tipos de espectadores posibles: los que aplauden al ganador, los que se apiadan del vencido y los que celebran su derrota. En un mundo tan veloz como el nuestro, donde la continua necesidad de cambios y novedades vuelve provisional cualquier prestigio, hace mucho tiempo que esa parte del público, la que prefiere festejar la caída de los ídolos a su ascenso, es la más numerosa. Para comprobarlo, sólo hay que ver los índices de audiencia de todos esos programas de televisión que hablan de carreras echadas a perder, estrellas venidas a menos, matrimonios rotos o fortunas dilapidadas. La exhibición del fracaso, sin embargo, es un buen negocio para la prensa rosa o amarilla y un mal camino para nosotros, porque nos convierte en coleccionistas de naufragios, en oscuros visitantes de las ruinas. ¿Por qué despierta tanta curiosidad la ceremonia de la decadencia? ¿En el siglo XXI asistimos al declive de las celebridades y a la comercialización de sus problemas como en el XIX se iba a los circos a ver al Hombre Elefante, a la Mujer Liliputiense o a la caravana de personas insólitas que protagonizaron la película La parada de los monstruos, de Tod Browning, el Esqueleto Humano, las Niñas Siamesas, el Torso Viviente o el Hermafrodita? Da la impresión, al menos, de que consideramos a la mayor parte de los que triunfan unos impostores y, en consecuencia, nos gusta que se los desenmascare y humille en público, tal vez porque creemos que su castigo, de alguna forma, nos purifica y nos iguala a todos. Luego, sólo hay que mezclar a Albert Camus con Oscar Wilde para estar de acuerdo con el primero en que "es más fácil lograr la fama que merecerla" y con el segundo en que "un tonto nunca se repone de un éxito". No hay perdón para quienes no saben estar a la altura de las cimas a las que han llegado.
"Creo que el motor de todo esto es el resentimiento", dice el filósofo Gustavo Bueno, que es autor, entre otros muchos libros, del ensayo Telebasura y democracia. "En España el éxito se admira, pero no se perdona, probablemente porque somos muy orgullosos y como en la admiración hay casi siempre un punto de acatamiento, sentirla por alguien nos llena de rencor hacia él. No hay más que ver con qué ferocidad tratamos a los expresidentes del Gobierno, que sólo se diferencian de Luis XIV en que a ellos no les cortamos la cabeza".
¿Es entonces nuestro país especialmente cruel con sus compatriotas más sobresalientes? La escritora Elvira Lindo también cree que sí: "Los españoles tenemos un problema con el éxito. Aceptamos mal no ya el dinero ajeno, sino casi diría que el bienestar ajeno. Es algo cultural y supongo que tiene raíces religiosas. Aquí cuando se tiene algo es mejor no enseñarlo ni hacer ostentación de ello. Le tenemos miedo a la envidia y a que esa envidia nos estropee los buenos momentos. Por eso veneramos a los ídolos caídos. Cuando una persona está en lo alto ayudamos a derrumbarla, y hay una cierta propensión al linchamiento. Eso sí, cuando esa persona está totalmente caída, nos vuelve a caer bien, le perdonamos los errores pasados y la comprendemos".
Resulta inquietante darse cuenta del modo en que le da la razón el epitafio que hizo poner en su tumba el dramaturgo Enrique Jardiel Poncela: "Si queréis los mayores elogios, moríos".
El director de cine Agustín Díaz Yanes comparte con preocupación esas teorías: "La verdad es que si sumamos las opiniones de Gustavo Bueno y Elvira Lindo, sale un retrato bastante siniestro, que viene a decir que vapuleamos a todos los expresidentes menos a Adolfo Suárez, porque de él ya se ocupa el alzhéimer. Por eso, antes le llovían las críticas a derecha e izquierda y ahora se ha ganado el respeto general. Como modelo de comportamiento da pánico: significa que las únicas estatuas que nos interesan son las que terminan arrancadas de sus pedestales y pateadas por el pueblo, como la de Sadam Hussein en Bagdad. Sólo que en nuestro caso no se hace para celebrar la caída de un dictador, sino para que paguen nuestros platos rotos personas cuyos dos únicos delitos, en muchos casos, son o haber dejado de tener éxito o tener demasiado".
Por suerte, nada de eso ocurre sólo en España. En Estados Unidos, por ejemplo, la policía acostumbra a utilizar a los personajes populares para hacerse publicidad, difundiendo sus fotos en comisaría cuando los detienen y son fichados. Algunas de esas imágenes, en las que se ve a David Bowie, Jim Morrison, Frank Sinatra o Jimi Hendrix bajo arresto, son legendarias, como la de Jane Fonda levantando el puño ante la cámara, tras ser acusada de tráfico de drogas y resistencia a la autoridad, sin duda para asustarla y que dejase de encabezar manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Y la tradición sigue ahora con los actores Keanu Reeves, Carmen Electra, Robert Downey, Hugh Grant o, entre otros muchos, Lindsay Lohan, a quién los jueces sentenciaron a pasar su libertad condicional trabajando en un tanatorio de Los Ángeles, donde pronto tocaron a tres paparazzis por cada coche fúnebre.
En el deporte, donde tanto los medios de comunicación como los aficionados tienden a exaltar los triunfos y dramatizar las derrotas, la muchedumbre parece rugir de placer viendo a Diego Armando Maradona caer desde su mito al lodo; o escuchando al boxeador Myke Tyson decir que está sin blanca, cuando antes gastaba miles de dólares en alimentar a los dos tigres que tenía como mascotas; o contando los torneos que ya no gana y los patrocinadores que abandonan al golfista Tiger Woods, tras acusarle su esposa de un kilómetro de infidelidades. En España, la sombra de la sospecha también se alimenta de oscuros titulares cuando campeones del nivel del ciclista Alberto Contador o la atleta Marta Domínguez son acusados de dopaje. Los dos se han quejado de ser víctimas de uno de esos linchamientos a los que se refería Elvira Lindo. "Me pongo a pensar y me parece increíble que se me haya hecho un juicio público de esa clase, lleno de comentarios gratuitos y malintencionados por parte de personas que parecían querer que me sancionaran y acabasen con mi carrera para poderlo contar", ha dicho el ganador del Tour de Francia, el Giro de Italia y la Vuelta a España, cuyo juicio en Lausana, a cargo de la Unión Ciclista Internacional y la Agencia Mundial Antidopaje, se ha seguido como si fuera la escena final de una película de suspense.
Y la corredora, persuadida de que tal vez es precisamente el peso de las muchas medallas que ha ganado lo que tira de ella hacia abajo, considera que se ha visto "obligada a sufrir la pena del telediario", porque hasta que fue exculpada de la acusación de traficar con sustancias prohibidas en la llamada Operación Galgo, "la prensa me trató como a lo peor, mientras que la justicia, en la que confío al cien por cien, me ha declarado inocente".
¿En eso se han convertido los periódicos, las emisoras de radio y, sobre todo, las cadenas de televisión, inundadas de programas donde los colaboradores opinan a gritos y los invitados no se sabe si van a vender su dignidad o a intentar rehacer su castillo con las piedras que le arrojan sus entrevistadores? Más de uno preferiría, tal vez, parecerse a estos versos grandilocuentes de Francisco Villaespesa: "Ni la derrota en mi valor rehúyo... / Mas, antes de rendirme fatigado, / me encerraré en la torre de mi orgullo, / y en sus escombros moriré aplastado". Pero fuera de los poemas las cosas no son tan sencillas.
El cantante Antonio Orozco cree que "el público en general es limpio, es inteligente y es muy generoso, pero parece que en determinadas franjas horarias el deporte nacional no sea el fútbol, sino hacer leña del árbol caído. Y esa gente siempre receta lo mismo, que es la medicina de la desgracia ajena, y lanza un mensaje idéntico: no se preocupen, por mal que les vaya a ustedes, a estos otros les va aún peor. Y a muchos eso les reconforta y les anima. Y otros se aprovechan de ello". No hemos debido de avanzar mucho, a juzgar por lo que se parece eso a lo que cuenta Nietzsche de la Grecia del siglo V antes de Cristo, en su obra El ocaso de los ídolos: "La influencia de Sócrates se basó en su astucia, porque adivinó que su fealdad, sus limitaciones y su decadencia moral hipnotizarían a una sociedad que en todas partes estaba a un paso de la depravación; así que se presentó como un caso extremo de la miseria colectiva, y lo pusieron en un altar". No por mucho tiempo, porque como se sabe, al final lo condenaron a morir envenenándose con cicuta, tras culparlo de cuestionar a los dioses y de corromper a la juventud ateniense. ¿Qué índice de audiencia habría tenido hoy la retransmisión en directo de su suicidio, que desde el siglo XVIII nos hemos tenido que conformar con ver en el cuadro de Jacques-Louis David expuesto en el Museo Metropolitano de Nueva York? ¿Hubiera tenido tantas visitas en Internet como el ahorcamiento de Sadam Husein en Irak?
Porque parece que eso, la cuota de pantalla, lo justifica todo. La pregunta es si la telebasura y sus alrededores manipulan a los espectadores o los obedecen, como cree Gustavo Bueno: "La gente le exige a sus televisores que sean espejos además de pantallas, y que en ellos se representen sus propias frustraciones. Es una ecuación que sirve de terapia: si esos personajes que fueron conocidos y respetados tienen unas vidas tan complicadas y las nuestras no son ni la mitad de difíciles, es que en el fondo no nos va tan mal. Y además podemos desahogarnos con ellos". Queda claro que en este mundo no hay nada más fácil que pasar de aplaudidos a abofeteados.
El presentador Jaime Cantizano cree que "los famosos siempre se han consumido deprisa, y más ahora, que hay muchos más canales de televisión, todos ellos en busca de una exclusiva, y por añadidura también hay una cámara en cada rincón del mundo, en cada teléfono móvil, lo que hace que todo esté a la vista continuamente, con lo cual es muy difícil mantener el misterio. ¿Cómo iba a haberlo, si todo va a Facebook o a Twitter a los cinco minutos de haber ocurrido, a veces porque lo cuelga la gente y a veces porque lo cuelgan los mismos interesados, que a menudo tienen la obsesión de reinventarse, para seguir en la brecha? Ahora, sí que es verdad que en España eso resulta complicado, porque aquí, primero, olvidamos con rapidez y, segundo, tenemos la costumbre de desechar al que tropieza de un modo en que nunca lo harían en EE UU, Inglaterra o Alemania".
"Tengo la impresión", dice el actor Santiago Segura, "de que esa frase nuestra tan célebre de 'virgencita, virgencita, que me quede como estoy', tiene una parte oculta, que es 'y que los demás empeoren'. Es igual que cuando nos reímos al ver a alguien caerse en la calle, o dar un tropezón. ¿Por qué lo hacemos? A lo mejor es porque ver tambalearse a otros nos da sensación de estabilidad. Y con respecto a la tele, es probable que nos cueste poco pasar de las ganas de saber a la simple curiosidad y de ahí al morbo, pero todo se puede hacer bien o mal. Manuel Summers, por ejemplo, hizo un documental buenísimo que se titula Juguetes rotos, donde se cuenta qué pasó con el futbolista Guillermo Gorostiza, el boxeador Paulino Uzcudum o el torero Nicanor Villalta. Y lo hizo como homenaje, no como burla, ni para conseguir que los espectadores se comparasen con los protagonistas y fuesen felices porque salían ganando".
En su reciente libro Historia cultural del dolor, el profesor Javier Moscoso estudia el modo en que la Iglesia y los Estados usaron siempre el arte con fines propagandísticos e intimidatorios, para que los cuadros en los que se representaban tormentos o ejecuciones fuesen instaurando entre la población una "economía del sufrimiento", un "teatro de la crueldad" y un "museo del horror" en los que "el cuerpo, ya fuera el del criminal o el del mártir, estuvo llamado a convertirse en ejemplo".
La exposición de los cadáveres de Gadafi y su hijo en el congelador de una carnicería de Trípoli, reproducida hasta la náusea en todos los monitores del planeta y celebrada por tantos con júbilo, alivio o indiferencia, nos hace pensar que no se equivoca Moscoso cuando dice que "hemos cambiado las sábanas, pero dormimos en camas ajenas nuestros sueños de violencia".
Recién celebradas las elecciones generales, resueltas con la mayoría absoluta del Partido Popular y la deblacle del PSOE, las palabras ganador y perdedor, éxito y fracaso, victoria y derrota están por todos lados, y dada la situación, parece que, esta vez más que nunca, muchos votos han sido menos una apuesta política que un ajuste de cuentas. Algo normal, por otra parte, en el proceso democrático.
La pregunta es cuántas personas van a brindar por el éxito de los que han reconquistado el poder y cuántas por la capitulación, la deshonra o el siniestro total de quienes han tenido que entregarlo, cuyos apellidos se han vuelto sinónimos de hundimiento, catástrofe, decadencia... ¿Miraremos ese proceso con los mismos ojos con los que muchos contemplan los programas de televisión donde los contertulios, que con frecuencia actúan como una especie de Santa Inquisición por lo civil o Tribunal Supremo de andar por casa, se ensañan con los personajes de los que hablan, siempre con la moral cargada de cuchillos y en busca de lo vergonzoso, lo obsceno, lo inconfesable?
En uno de ellos, la entrevista a la madre de uno de los imputados por el asesinato de la joven Marta del Castillo ha provocado una reacción tan indignada de los ciudadanos y de los familiares de la víctima, que varias empresas han decidido retirar su publicidad del espacio. Pero también es cierto que esas declaraciones, por las que al parecer se pagaron diez mil euros, fueron seguidas por casi dos millones de espectadores.
"Vivir es ver volver", dijo Azorín. Es una gran frase, llena de inteligencia y melancolía, pero muy fácil de envenenar: sólo hace falta sustituir volver por perder para que se transforme en un pensamiento siniestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario