El salvoconduto.
Por Benjamín Prado. El Cultural
Conocí a Leonard Cohen en el año 2001, en un hotel de Madrid donde iba a hablar con él, por encargo de una revista musical, de su disco Ten new songs. Le gustaron tres cosas: que mi canción favorita fuese “Alexandra Leaving”; que le regalase un cd en el que le había grabado las dos interpretaciones en directo que Bob Dylan hizo de su canción “Hallelujah” y, especialmente, que en lugar de llevarle alguno de sus álbumes para que me los dedicara, le llevase uno de sus libros de poemas, La caja de especias de la tierra, y su novela Los hermosos vencidos. A mí de él me gustó todo.
Hablando con él de literatura, de música y de la vida en general, te dabas cuenta de que mintió dos veces cuando dijo que era un escritor que se hizo cantante al oír a Dylan y pensar que él también podía hacerlo igual de mal: la primera mentira es que Cohen canta imitando su propia voz, y de hecho cuando hablas con él parece que pudieras bailar lo que dice a ritmo de vals; la segunda está en el pasado del verbo: Cohen no era escritor, lo ha seguido siendo con o sin guitarra en la mano, en prosa o en verso, porque la raya de salida de todo lo que hace está en la poesía. Para cualquiera que intente escribir una canción que se pueda leer, Cohen no es una influencia, es una obligación. Si no tienes su sello, no pasas la frontera.
Cuando estábamos en Praga escribiendo las canciones de su disco Vinagre y rosas, Joaquín Sabina leyó en un periódico unos versos de la canción de Cohen “Everybody knows”, y se vino abajo: “Quememos todo lo que hemos escrito, porque jamás vamos a llegar a esto.” Y yo le contesté: “Al contrario, vamos a escribir una canción que le hubiera gustado escribir a Cohen.” Hicimos “Virgen de la amargura”, en la que se dicen cosas como: “La guerra ha terminado,/ yo vengo a arrodillarme ante tu cama./ Te rezan mil soldados / y el palacio está en llamas,/ tu general arría mis banderas, / las fieras entran en la catedral./ El rey murió en el campo de batalla,/ la reina se ha pasado al enemigo,/ yo no me cuelgo más que la medalla/ de no saber contar menos contigo.” No sé cuánto nos acercamos al maestro, pero él está dentro de esa canción.
Mientras conversábamos en aquel hotel de Madrid, Cohen me pedía que encandiera cigarrillos y se los pasara cuando no lo vigilaban sus ayudantes, que no le dejaban fumar, y me contaba alguna historia que hubiera detrás de cada una de las canciones o una conversación con Dylan en París, en la que él le explicó cuánto había tardado en escribir “Hallelujah” y el otro le respondía que él en componer “I and I”, que a Cohern le había interesado mucho, gastó “unos 29 minutos”. Y luego le regalé un par de libros míos traducidos al inglés y nos hicimos una foto juntos. No me hace falte mirarla para ver la manera en que ese hombre vestido de negro brilla con todos los colores de este mundo. O sea, que es idéntico a todo lo que escribe.
Segunda Carmela
Hablando con él de literatura, de música y de la vida en general, te dabas cuenta de que mintió dos veces cuando dijo que era un escritor que se hizo cantante al oír a Dylan y pensar que él también podía hacerlo igual de mal: la primera mentira es que Cohen canta imitando su propia voz, y de hecho cuando hablas con él parece que pudieras bailar lo que dice a ritmo de vals; la segunda está en el pasado del verbo: Cohen no era escritor, lo ha seguido siendo con o sin guitarra en la mano, en prosa o en verso, porque la raya de salida de todo lo que hace está en la poesía. Para cualquiera que intente escribir una canción que se pueda leer, Cohen no es una influencia, es una obligación. Si no tienes su sello, no pasas la frontera.
Cuando estábamos en Praga escribiendo las canciones de su disco Vinagre y rosas, Joaquín Sabina leyó en un periódico unos versos de la canción de Cohen “Everybody knows”, y se vino abajo: “Quememos todo lo que hemos escrito, porque jamás vamos a llegar a esto.” Y yo le contesté: “Al contrario, vamos a escribir una canción que le hubiera gustado escribir a Cohen.” Hicimos “Virgen de la amargura”, en la que se dicen cosas como: “La guerra ha terminado,/ yo vengo a arrodillarme ante tu cama./ Te rezan mil soldados / y el palacio está en llamas,/ tu general arría mis banderas, / las fieras entran en la catedral./ El rey murió en el campo de batalla,/ la reina se ha pasado al enemigo,/ yo no me cuelgo más que la medalla/ de no saber contar menos contigo.” No sé cuánto nos acercamos al maestro, pero él está dentro de esa canción.
Mientras conversábamos en aquel hotel de Madrid, Cohen me pedía que encandiera cigarrillos y se los pasara cuando no lo vigilaban sus ayudantes, que no le dejaban fumar, y me contaba alguna historia que hubiera detrás de cada una de las canciones o una conversación con Dylan en París, en la que él le explicó cuánto había tardado en escribir “Hallelujah” y el otro le respondía que él en componer “I and I”, que a Cohern le había interesado mucho, gastó “unos 29 minutos”. Y luego le regalé un par de libros míos traducidos al inglés y nos hicimos una foto juntos. No me hace falte mirarla para ver la manera en que ese hombre vestido de negro brilla con todos los colores de este mundo. O sea, que es idéntico a todo lo que escribe.
Segunda Carmela
Carmela, nunca mires
las lágrimas en blanco del hipócrita.
No permitas a nadie reemplazar
tu vida por la suya.
No eches de menos cosas que no puedan volver.
No hables con los que creen que sobran las palabras.
No mezcles los recuerdos con los planes.
Cuenta a los otros sólo lo que sean
capaces de callar.
Escucha a los que advierten, huye del que amenaza.
Recuerda que tendrás que correr mucho
para poder salir de la carrera.
No sueñes al dictado.
No sigas las campanas.
No preguntes por gente que esperas que te olvide.
Carmela, este poema sólo quiere un final:
Han pasado los años; hace mucho que el viento
aúlla como un lobo transparente
en mi casa vacía,
y una noche,
en un lugar donde alguien
nada en el mar o alguien cava en la nieve
igual que si buscase el corazón del frío,
piensas en mí
y acabas esta historia:
-Tal vez de algunas cosas me arrepienta
pero no me avergüenzo de ninguna.
Escribe tú eso entonces y yo seré hoy feliz.
las lágrimas en blanco del hipócrita.
No permitas a nadie reemplazar
tu vida por la suya.
No eches de menos cosas que no puedan volver.
No hables con los que creen que sobran las palabras.
No mezcles los recuerdos con los planes.
Cuenta a los otros sólo lo que sean
capaces de callar.
Escucha a los que advierten, huye del que amenaza.
Recuerda que tendrás que correr mucho
para poder salir de la carrera.
No sueñes al dictado.
No sigas las campanas.
No preguntes por gente que esperas que te olvide.
Carmela, este poema sólo quiere un final:
Han pasado los años; hace mucho que el viento
aúlla como un lobo transparente
en mi casa vacía,
y una noche,
en un lugar donde alguien
nada en el mar o alguien cava en la nieve
igual que si buscase el corazón del frío,
piensas en mí
y acabas esta historia:
-Tal vez de algunas cosas me arrepienta
pero no me avergüenzo de ninguna.
Escribe tú eso entonces y yo seré hoy feliz.
1 comentario:
Muy bueno! Preciso escuchar a Leonard Cohen sin dudas... no sé si es que no es contemporáneo conmigo, si en Argentina no tuvo tanta influencia -o al menos yo no fui influenciada- pero todo me señala el camino a escucharlo.
La nota del cultural y los relatos de los otros escritores, especialmente la de Reyes, con Suzanne, muestran imágenes que quiero disfrutar.
Estuve en España y compré varios de tus libros... leo y releo "Ecuador" y sólo confirmo que esencial que es la poesia en mi vida.
Gracias Benjamin!
Un beso,
Cris M
Publicar un comentario