jueves, 14 de mayo de 2009

Las canciones que nos roba

Benjamín Prado llamó a Juan Urbano y estuvieron hasta el amanecer escuchando los discos de Antonio Vega.

Poesía y música siempre de la mano, y hoy también, del corazón.


Qué se ha muerto con Antonio
Por Benjamín Prado. El País.

Las cosas han cambiado y ahora los periódicos llegan a los quioscos después que las noticias; pero aunque ya no estén ahí para decirnos lo que ha pasado, sí pueden ayudarnos a comprender lo que eso significa. Por ejemplo, todos sabemos que el compositor Antonio Vega ha muerto, y que además tuvo su muerte, la que a él le tocaba, por resumirlo con las mismas palabras que Rafael Alberti le dijo a Federico García Lorca, sólo que dadas la vuelta. Pero, ¿qué es lo que se ha muerto con él, con ese chico eternamente joven que "abría la boca y eran ángeles", según ha dicho Álvaro Urquijo, la mitad de Los Secretos que queda a este lado del más allá? Es cierto, le oías cantar y pensabas que Nietzsche tenía toda la razón del mundo cuando escribió que si no existiera la música la vida sería un error.

Antonio Vega siempre fue una leyenda oscura, uno de esos artistas de cuya vida se habla en voz baja y para compartir un secreto con quien te escucha, alguien que también sabe, o merece saber, que se trataba de una de esas almas torturadas que sólo saben moverse para huir y siempre caminan por el lado salvaje de la ciudad, según lo llamó de una vez por todas Lou Reed. Un camino rápido pero corto, que para él ha durado sólo 51 años, maldita sea. No sé si en el último momento habrá pensado en la cantidad de canciones que nos roba, marchándose tan pronto.

Lo que se muere con Antonio Vega es un momento irrepetible de la vida de esta ciudad, aquel Madrid de la movida donde mucha gente huía de las sombras pegajosas de la dictadura sin una bandera en la mano, sino con una botella, un cigarrillo de marihuana o un disco que tuviera dentro la banda sonora de la libertad. Contra las prohibiciones, los lápices rojos de los censores y la moral hipócrita que había hundido el país un siglo más abajo de su época, toda aquella gente que de pronto salió a la calle con el pelo pintado de naranja, los pantalones rotos por las rodillas y un pendiente clavado en cualquier parte poco habitual. Por las calles, la ropa con la que se vestían los jóvenes tenía la misma función que el destape en los cines. A base de empezar a permitir la rareza, España empezaba a ser normal. A fuerza de respetar lo que es distinto, empezamos a ser como todos.

Pero no hay paraíso sin manzanas envenenadas, y en el Madrid de las noches felices se coló primero el fantasma de la heroína, y después el horror del sida. Muchos se dedicaron a juzgar y condenar a sus víctimas, en lugar de ayudarlas, y la epidemia se llevó por delante a otros muchos, que no supieron entender a tiempo que aquel tobogán desembocaba en una tumba.

La música de Antonio Vega fue, de algún modo, el himno de toda aquella fiesta bordeada de drama. Yo nunca lo llegué a conocer, cosa verdaderamente rara en este mundo pequeño de los poetas y los cantantes, y de hecho sólo lo vi de cerca una vez, entrando en el Pentagrama, delgado, lento y con una actitud de arrogante tímido.

Hace unos meses, la editorial Demipage me propuso escribir un prólogo para un libro en el que iba a publicarse una antología de sus canciones y, tengo que confesarlo, si dije que sí fue por admiración, pero también porque estaba seguro de que ese libro iba a ser una puerta hacia él: ya me veía en la presentación, y casi estaba tocando los cubiertos de la cena que íbamos a compartir después, cuando el mismo editor que me había encargado el trabajo, porque hace tiempo leyó un artículo mío sobre el músico, publicado en este mismo periódico al editarse el maravilloso y terrible 3.000 noches con Marga, volvió a llamarme y me dio la mala noticia: "Antonio Vega ha muerto".

Anoche, llamé por teléfono a Juan Urbano y hemos estado hasta el amanecer escuchando los discos de Antonio Vega y lamentando el modo en que después de la heroína y el sida llegó la derecha, enterró a Tierno Galván por segunda vez, cerró los locales y apagó las luces de los escenarios. Tenía tanto talento este joven madrileño que nunca se separó de ninguna de las dos cosas, ni de Madrid ni de su juventud, que es evidente que sólo se ha muerto lo justo, lo que hace falta para no poder volver a salir a la calle, mientras que su música se queda de este lado, igual de viva, igual de profunda. Ni Juan ni yo pensamos caer en el tópico de decir que Antonio Vega es la voz de toda una época. Pero la única razón por la que no lo hacemos es ésa.

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