Semanalmente publicamos los artículos de Benjamín Prado en El País (cada jueves en la sección de Madrid), o los de la Eurocopa (futbolero, aunque madridista); también publicamos su portada de El Mundo, el día 12 de marzo, por su crítica a Aznar por la guerra de Irak. Pero nos faltaba un medio en el que Benjamín también ha escrito, un medio con solera, ABC.
En este diario el escritor madrileño publico uno de sus relatos más famosos "La sangre nunca dice la verdad". Un relato que dividió en tres y que respetaremos. Aquí tenemos la primera de las entregas. Disfrutadlo.
En este diario el escritor madrileño publico uno de sus relatos más famosos "La sangre nunca dice la verdad". Un relato que dividió en tres y que respetaremos. Aquí tenemos la primera de las entregas. Disfrutadlo.
Esta es una de esas historias que no merecen ser verdad.
Ustedes ya la conocen, lo sé; pero tengo que contársela de nuevo, para que no la olviden. Como recordarán, es una de esas historias que comienzan cuando la palabra todo se cruza con la palabra nada y la segunda tira de la primera hacia su reino aciago.Y entonces, todo se vuelve dañino y oscuro.
Ustedes ya la conocen, lo sé; pero tengo que contársela de nuevo, para que no la olviden. Como recordarán, es una de esas historias que comienzan cuando la palabra todo se cruza con la palabra nada y la segunda tira de la primera hacia su reino aciago.Y entonces, todo se vuelve dañino y oscuro.
De acuerdo, quizá todo nunca es una palabra demasiado grande, porque los que lo tienen todo siempre quieren un poco más, siempre luchan por añadirle algo a todo, por llevar la frontera de todo más lejos y extender sus aguas territoriales; pero eso qué importa, las palabras no son como los números, no buscan soluciones exactas, ni tienen decimales, múltiplos o potencias, sólo sirven para entendernos por aproximación y ustedes me van a entender si yo les digo que, a sus nueve años, Íñigo Salvatierra lo tenía todo y era un niño feliz, tal vez porque la felicidad es lo contrario de los deseos y él jamás tuvo un deseo; o no lo tuvo el tiempo suficiente, ese tiempo que hace falta para que lo deseado se multiplique y su levadura crezca dentro de nosotros, su destello nos ciegue, es decir, que al mismo tiempo nos maraville y nos haga daño, y su supuesta perfección haga parecer el resto de las cosas del mundo un simple además, un modesto etcétera.
No, Íñigo no había tenido a lo largo de su corta vida un deseo insatisfecho y, en la mayoría de las
ocasiones, sus familiares habían conseguido satisfacer cualquiera de sus anhelos -déjenme llamarlos así, con esa palabra que parece estar un grado por debajo de deseo y, qué duda cabe, a mil kilómetros de necesidad- cuando probablemente ni siquiera él mismo estaba aún muy seguro de que la visita al jardín zoológico o al parque de atracciones, la comida o el jugete sobre los que había hecho algún comentario le importasen de veras; y, de hecho, gran parte de su anacarada existencia consistía en una suma de juegos apenas usados, ropa sin estrenar y manjares a medio comer que las manos silenciosas de la servidumbre, compuesta por dos criados argelinos y una cocinera marroquí, retiraban de las mesas con rapidez y sin dejar rastro. Así era su mundo: un lugar liso, sin imprefecciones; una carrera en línea recta, sin enemigos ni obstáculos. Y sin riesgos, naturalmente: no se puede perder si se sabe el número antes de tirar los dados.
ocasiones, sus familiares habían conseguido satisfacer cualquiera de sus anhelos -déjenme llamarlos así, con esa palabra que parece estar un grado por debajo de deseo y, qué duda cabe, a mil kilómetros de necesidad- cuando probablemente ni siquiera él mismo estaba aún muy seguro de que la visita al jardín zoológico o al parque de atracciones, la comida o el jugete sobre los que había hecho algún comentario le importasen de veras; y, de hecho, gran parte de su anacarada existencia consistía en una suma de juegos apenas usados, ropa sin estrenar y manjares a medio comer que las manos silenciosas de la servidumbre, compuesta por dos criados argelinos y una cocinera marroquí, retiraban de las mesas con rapidez y sin dejar rastro. Así era su mundo: un lugar liso, sin imprefecciones; una carrera en línea recta, sin enemigos ni obstáculos. Y sin riesgos, naturalmente: no se puede perder si se sabe el número antes de tirar los dados.
Cuando no estaba en la mansión familiar, Íñigo seguía disfrutando de la misma vida rutilante que iba unida al apellido Salvatierra, siguiéndolo donde fuese como la cauda de un cometa, y no había en todo su barrio, en su colegio o en las casas de sus iguales una sola persona que no lo recibiera con una sonrisa y una frase amable, que no agitara su rubia cabeza con los dedos o le ofreciese zumos, golosinas, emparedados, cualquier cosa que pudiera agradar al encantador heredero, que por añadidura era un chico dulce, simpático y de educación exquisita.
Cada vez que Íñigo se acercaba a la pastelería de Charo, que estaba a unos doscientos metros de su casa, a comprar rosquillas de chocolate y cromos, la dueña le regalaba un caramelo o un helado; cuando iba al quiosco que había un poco más adelante a comprar los tebeos de la semana, el hombre que se los vendía, un anciano llamado Agapito, le preguntaba por sus estudios y le daba recuerdos para su madre, doña María Luisa; en el Café Milán, que estaba en la plaza comercial de la urbanización, solían ofrecerle una Coca-Cola cuando estaba cansado de montar en bicicleta y tenía sed, no te preocupes, ya la pagará tu padre cuando se pase, no faltaría más; y esas atenciones se repetían allá donde fuese. Desde luego, la vida de Íñigo era un lugar confortable y blindado. ¿Porqué no iba a serlo? ¿Acaso no trabajaba su padre, el cirujano Cosme Salvatierra, nueve horas diarias para poder pagar los lujos de que disponían? ¿No estudió sin descanso mañanas, tardes y noches, según le gustaba repetir, en la Facultad de Medicina y en la de Derecho hasta doctorarse en las dos carreras? ¿No había luchado como un jabato para llegar a dirigir el hospital en el que entró como doctor suplente y seguía manteniendo su consulta privada abierta, de lunes a jueves y de cinco a ocho?
-Haz tu propia montaña, hijo -solía decirle-, y así nadie te podrá culpar por vivir en su cumbre.
Una tarde, la cocinera marroquí, que se llamaba Qamar, llevó a su hijo Abdul a casa de sus patrones, pues su madre estaba enferma y no podía cuidarlo como siempre. Qamar vivía con su familia, muy lejos de la urbanización de los Salvatierra, en un piso diminuto del extrarradio de la ciudad, que habitaban, además de su madre, su hijo y ella, su marido, Kebdani, sus hermanas Naima y Karima, sus primos Mohamed y Wassid, la esposa de éste, Manat, y sus hijos Kamil, Mahmud, Abdelkader y Omayma.
2 comentarios:
Bueno, ése es antiguo. Éste es el que he publicado hoy en El País. Felices vacaciones.
FRAGMENTO LITERARIO: ficciones
EL DÍA DE MAÑANA
BENJAMÍN PRADO 04/08/2008
Por Dios santo, si tienen ocho y nueve años, se dijo, mientras los miraba jugar en la playa. Estaban en la orilla y levantaban un muro de arena con sus palas de plástico, convencidos de que con él podrían detener el mar, y esa inocencia le hizo sentirse aún más culpable por lo que había hecho. La escena transcurría en Rota, Cádiz, que es donde tiene su casa de verano, y los dos niños a los que observaba de lejos, sentado en una hamaca y con un libro entre las manos, se llaman Dylan y Guillermo. Ella es hija suya y, como cada año, pasaba con él los últimos días del mes de junio, porque así es como lo ha pactado con su madre: durante el invierno, la tiene los martes, los jueves y fines de semana alternos, y en las vacaciones, cinco días de junio, todo agosto y otros cinco de septiembre. Los divorciados son gente muy organizada.
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Las historias que ocurren en verano se vuelven mentira en cuanto regresas a la ciudad, son tesoros en el sitio en el que los encuentras y bisutería en el lugar al que los llevas
En cuanto al chico, se llama Guillermo, vive con su madre en la misma urbanización y Dylan y él son amigos inseparables desde que se conocieron, cuando tenían, respectivamente, cuatro y cinco años. Es verdad que sólo se ven en verano, en Semana Santa y en algún que otro puente en el que coincidan las dos familias, pero cuando no están juntos se recuerdan y se echan de menos, y no sólo porque el ser humano sea nostálgico por naturaleza y piense que las cosas que se pierden se vuelven importantes, sino también porque ninguno de los dos conoce en Madrid o en Sevilla, que son los lugares en los que residen, a otro niño con el que se lleve igual de bien. Sus padres suelen ironizar sobre el futuro y fingen hacer planes de boda.
Él sabe que todo eso no es más que una broma, pero también que no se trata de una broma vacía, sino de esas que esconden un por qué no en el fondo. Volvió a mirarlos y trató de adivinar cómo serían dentro de un tiempo, física y moralmente. Ahora los dos son guapos y listos, están llenos de energía y de imaginación, son dulces, cándidos y egoístas, igual que el resto de los niños de este mundo, y cuando se enojan cada uno sobrelleva el enfado a su modo: ella se entrega a la melancolía y él al orgullo. ¿Serían también así de mayores? Mientras se lo preguntaba, Dylan lo miró, adoptó una postura provocativa que sin duda imitaba la de alguna cantante que le gustase, le lanzó un beso e hizo una zalamería que a él le encantaba y que consiste en colocar los dedos índice y pulgar de las dos manos de manera que formen un corazón y ponerlos sobre el pecho. Qué maravilla de criatura, pensó, con su cara preciosa, la piel dorada por el sol y la luz colérica del mediodía refinada por el amarillo de su melena rubia.
Por lo general, las historias que ocurren en verano se vuelven mentira en cuanto regresas a la ciudad, son tesoros en el sitio en que los encuentras y bisutería en el lugar al que los llevas, similares a esas piedras que los bañistas cogemos en las playas y que parecen minerales misteriosos o joyas primitivas mientras están mojadas por el océano, pero al secarse y perder su brillo se convierten en nada, mueren durante el viaje, dentro de las maletas, y se transforman en simples guijarros. Claro que no siempre es así y hay aventuras que sobreviven al frío y a los horarios laborables. Se preguntó si la de Dylan y Guillermo sería una de ellas y, puestos a fantasear, se entregó a las conjeturas y, sin poder evitarlo, a los malos presagios: cómo no hacerlo, si su experiencia matrimonial había sido degradante y su divorcio un auténtico calvario. Además, debía de reconocer que es excesivamente protector con su hija, uno de esos padres llenos de miedos, capaces de ver peligros por todos lados y, si le obligan a ser sincero y a confesar lo que siente, temeroso de que llegue la adolescencia y se la quiten, la hagan sufrir, la arrastren a una vida dura o, como mínimo, vulgar. En alguna ocasión en que Guillermo y Dylan estaban disgustados, se reía por fuera y les decía que como se habían dado la vuelta para saltar de la devoción a la animadversión, él les pensaba llamar del revés, Landy y Mollergui, hasta que se reconciliasen. Pero por dentro la tristeza insustancial de su hija lo atormentaba de un modo desproporcionado y lo llenaba de malos presentimientos, mientras que el desdén con que el muchacho la trataba durante un par de días para hacerse el fuerte le parecía un aviso de cara al día de mañana. En esas ocasiones, se avergonzaba al sorprenderse espiándolo, para buscar en su rencor aún inofensivo cualquier desaire, mal modo o gesto cruel que pudiera interpretarse como un eco del porvenir, una voz de alarma.
Pero, como ya he dicho, lo que había hecho la tarde anterior no le hacía sentirse avergonzado, sino culpable. Desde luego, había sido una tontería sin mayor importancia, pero lo cierto es que cuando volvió a ver a la madre del niño tuvo ganas de pedirle disculpas y notó que se ruborizaba. Lo que había ocurrido fue que la tarde antes, al regresar de la playa, Dylan había insistido en ir a merendar a casa de Guillermo y que, media hora más tarde, la mujer lo había telefoneado para decirle que los niños querían ducharse juntos y para preguntarle si no le importaba. Ya tendrán tiempo de no poderlo hacer, añadió, queriendo quitarle hierro al asunto. Pero él dijo que no, puso una disculpa y mandó a su hija ir a bañarse a casa. Al colgar, se sentía sucio y mezquino.
Sentados a la orilla del mar, los niños moldeaban la arena como si conocieran un modo de gobernar el tiempo. Su muralla había crecido y se había hecho más compleja, adornada por torres y cúpulas y consolidada a base de palos que hacían de contrafuertes. Llegó una ola, y la barrera resistió el asalto. Llego otra y siguió en pie. Dylan y Guillermo se abrazaron y dieron saltos de júbilo alrededor de su obra. Vistos allí y en ese momento, eran la pura imagen de la felicidad. Intentó, de nuevo, vislumbrarlos veinte años más tarde. ¿Estarían juntos? ¿Conservarían esa alegría circular, sin ángulos sombríos? Bueno, y por qué no, se dijo, si tiene que ser, mejor con Guillermo que con cualquier otro. Después cerró el libro que tenía entre las manos y sonrió a su hija, que corría hacia él agitando los brazos y contándole a gritos su hazaña. Veinte años más tarde... Quizá para entonces él ya no estaría aquí.
Todo un lujo para Meadow y para los que accedemos a este blog el leer de primera mano los articulos más inmediatos de Benjamín y agradecemos que contribuya de esta manera tan directa a enriquecer en estas páginas. De esta manera, pese a no estar Meadow, podremos seguir disfrutando de sus contenidos. Todo un lujo y todo un detalle. Gracias
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