Nada tiene que ver su libro Los Nombres de Antígona en el que nos cuenta la historia de poetas fantásticas con este artículo de opinión publicado en El País el pasado 25 de febrero en el que nos cuenta como la infamia tiene un alto precio también para quienes la cometen.
Antígona en La Moncloa
Hay un extremo de la injusticia en el que quien la sufre tenga autoridad
moral para incumplir la ley? ¿Es hoy más justificable que nunca la desobediencia
civil que promulgaba Thoreau en 1849? En una situación como la que vivimos,
¿quién puede ser considerado más ejemplar: el ciudadano que acata todo aquello
que le mande su Gobierno, o el que practica una “insumisión ética”, como la
llama el filósofo Miguel Abensoun en su libro La democracia contra el
Estado, que le permita enfrentarse a los abusos de cualquier tipo de poder,
haya salido de las urnas o no? Son diferentes modos de hacerse una pregunta que
tiene 2.500 años, pero sigue sin encontrar respuesta. Uno de los primeros que la
buscó fue Sófocles, hacia el año 441 antes de Cristo y en su obra
Antígona,donde cuenta la reacción contraria de las dos hijas de Edipo,
el difunto rey de Tebas, ante la muerte de su hermano Polinices y la orden del
nuevo monarca, el feroz Creonte, de dejar su cadáver insepulto, a las afueras de
la ciudad: la menor, Ismene, decide someterse al edicto y no desafiar al
déspota, en parte por miedo y en parte por sentido de la disciplina; pero su
hermana no, porque lo considera humillante, inhumano y opuesto a la ley de los
dioses. Así que se atreve a robar el cuerpo y enterrarlo. Su rebeldía la llevará
a la tumba, pero la tragedia que va a desencadenar la decisión del tirano
provoca que se suiciden su mujer y su hijo, y nos hace creer que al final la
infamia tiene un alto precio también para quienes la cometen. La obra de
Sófocles, que George Steiner definió, en un estudio clásico de ese mito, como
una reflexión “sobre la lucha entre el mundo de los vivos y el de los muertos y,
sobre todo, entre la sociedad y el individuo”, es también, según el profesor
Francisco Rodríguez Adrados, “un aviso de adónde podría conducir la inflación de
la idea del Estado”. Aquí y ahora, sin ir más lejos, no parece que pueda ser a
otra cosa que a este totalitarismo de guante blanco que ha propiciado la mayoría
absoluta de la derecha en las últimas elecciones. Lo malo de las victorias
aplastantes es que convierten las banderas en martillos y sustituyen las razones
por decretos.
¿Qué hacer en un país como España, donde por una parte crecen el desempleo,
el hambre y los desahucios, y por la otra se suceden las noticias sobre un
Partido Popular que ya no parece corrupto sino corrompido, y en el que muchos
sujetan en una mano las tijeras de los recortes sociales y en la otra un maletín
lleno de dinero negro? ¿Qué respeto a las normas nos pueden exigir quienes a la
vez que nos piden sacrificios cobran cientos de miles de euros y mientras
predican la austeridad se reparten sobres invisibles llenos de billetes de color
violeta? ¿Cómo se atreven a hablar de honradez, patriotismo y solidaridad
quienes defraudan a Hacienda, blanquean capitales, reciben regalos de tramas
mafiosas, son financiados bajo cuerda o se suben el sueldo un 27% en plena
crisis, como este periódico ha revelado que hizo el actual presidente del
Gobierno?
“La cuestión, en realidad”, dice la novelista india Arundanathi Roy, la
autora de El dios de las pequeñas cosas, “es esta: ¿Qué le hemos hecho
a la democracia? ¿En qué la hemos convertido? ¿Qué sucede cuando se la vacía de
significado? ¿Qué sucede cuando todas sus instituciones se han vuelto algo
peligroso? ¿Qué va a ocurrir ahora que ellas y los mercados se han fundido en un
solo organismo depredador, dotado de una imaginación limitada, estrecha, que
prácticamente solo gira en torno a la idea de incrementar al máximo los
beneficios? ¿Se puede dar marcha atrás a este proceso? ¿Puede algo que ha mutado
volver a transformarse en lo que era?”. No está nada claro que todo eso lo pueda
contestar el famoso yes, we can de Barack Obama, pero sí que la única
oportunidad de pararle los pies al monstruo es la unión de todas sus víctimas.
Aunque solo sea por dignidad, como dice en su último libro, El cuaderno de
Bento, otro de los intelectuales más respetados de Europa, el escritor y
artista John Berger: “Toda protesta política profunda es un llamamiento a una
justicia ausente, y va acompañada de la esperanza de que en el futuro se
terminará restableciendo esa justicia; la esperanza, sin embargo, no es la
primera razón para llevar a cabo la protesta. Protestamos porque no hacerlo
sería demasiado humillante”. Las quejas, como vemos, llegan de todas partes,
desde París y Nueva Delhi a Londres, y lo mismo del pasado que del presente,
pero ¿hay alguien dentro de los palacios que esté dispuesto a oírlas? En este
momento, parece que no.
Sin embargo, las cosas han empezado a cambiar, porque el veneno ya está en
casi todos los vasos y, como escribe Fernando Savater en su obra dramática
El traspié, “podemos disfrutar asistiendo a una tragedia como la de
Antígona, pero por nada del mundo quisiéramos ser ninguno de sus
personajes”.
Ahora que nos han obligado a interpretar ese papel, mucha gente ha vuelto a
prestarle atención a aquella teoría de la desobediencia civil que formuló hace
siglo y medio Thoreau para explicar por qué se negaba a pagar impuestos a una
Administración norteamericana que, por entonces, era partidaria de la esclavitud
y de invadir México. Y, como consecuencia, algunos actos de objeción y rebeldía
ante el atropello han dado su fruto: la tasa del euro sanitario que se quiso
imponer en algunas comunidades ha sido suspendida cautelarmente por el Tribunal
Constitucional; el Congreso ha aprobado por unanimidad la Iniciativa Legislativa
Popular impulsada por la Plataforma de Afectados por las Hipotecas para frenar
la usura implacable de los bancos; cientos de médicos de familia se han acogido
a la objeción de conciencia para seguir atendiendo en sus ambulatorios a los
inmigrantes, pese a la normativa que los dejaba sin protección sanitaria; y las
movilizaciones infatigables de los trabajadores de la Sanidad y la Justicia
públicas han logrado que los prepotentes políticos que las quisieron imponer, se
vean obligados a negociar…
Eso, de momento y mientras crecen las sospechas sobre los partidos políticos,
cuya arrogancia nos hace cuestionar, como dice una vez más el pensador francés
Miguel Abensoun “si son unas organizaciones que fomentan el ejercicio real de la
libertad o van en contra de la misma lógica de la democracia, ya que las
constituyen oligarquías elitistas y dominantes”. ¿Cómo evitarlo? Su maestra, la
alemana Hannah Arendt, lo tenía muy claro: “Hay que situar la desobediencia
civil no solo en el lenguaje político, sino en nuestro sistema político”.
En España, uno de los autores que reflexionó a menudo sobre ese asunto fue el
poeta José Ángel Valente, que en un artículo publicado en 1997, advertía de que
cuando se traspasan las líneas rojas de la convivencia del modo en que ahora se
está haciendo, siempre es posible que se produzca “una confrontación con el
Estado de derecho, contra cuya posible arbitrariedad, rigidez o solidificación
excesiva puede alzarse, en último término, el espíritu de libertad y creación
que caracteriza y hace existir las formas de ciudadanía democrática”. Por suerte
o por desgracia, parece que ese espíritu ha vuelto a despertarse. Antígona ha
regresado y ya está a las puertas de La Moncloa.