jueves, 11 de junio de 2009

Ni Sol, ni Cibeles

Mientras Benjamín Prado anda por Cuba en un homenaje que él ha organizado a Rafael Alberti, Juan Urbano sigue dando vueltas por el callejero madrileño. Hoy con una patata caliente en la mano y ofertándola a diestro y siniestro (¿o sería solo a siniestro?). No, parece que nadie quiere hacerse una foto en Sol y en Cibeles.

Nadie lo quiere ni muerto
Por Benjamín Prado. El País.

Iba por una calle y luego por otra, que ahora encogían para caber en su recuerdo, hasta el punto de que era capaz de ver cada tienda, cada restaurante o cada oficina, y también a la gente que entraba y salía de esos sitios, con todo detalle. Al primero que paró para ofrecérselo fue a un hombre con aspecto de optimista, que caminaba por la calle de Francisco Silvela con paso tan decidido que el maletín que llevaba en su mano derecha subía y bajaba al ritmo de sus pasos con la energía de un barco rompehielos. El hombre del maletín lo escuchó y, antes de que terminara, se echó a reír, negó con la cabeza, le dio la espalda sin el más mínimo pudor y siguió su camino. Juan Urbano se quedó en mitad de la calle, viendo tristemente cómo se alejaba.

La segunda, a la que abordó en la avenida Complutense, bajo unos árboles y al lado de una parada de autobús, fue una mujer bastante joven, que le dijo que tenía prisa por llegar a la Facultad de Filosofía y Letras, donde es profesora de literatura y lengua inglesas. A Juan le encantó, porque saltaba a la vista que era culta, brillante en su manera de exponer las cosas... Pero a ella tampoco le interesó, y cuando llevaba un par de minutos intentando que se lo quedara, hizo un gesto de rechazo con la mano y volvió a sus asuntos como un pez que vuelve a su elemento dejándose caer en el agua después de dar un salto y estar unos instantes en el aire.
Juan Urbano cogió autobuses y metros, cambió de zona de la ciudad, estuvo por los lugares que suele frecuentar porque en ellos hay librerías que le gustan, subió por la Gran Vía, luego fue a la calle de Salustiano Olózaga, a la de Tutor, a la de Donoso Cortes, a la de Fernando VII, y en todas ellas intentó que alguien se lo quedara, se lo quiso dar a mujeres y hombres, individuos de cara seria y chicas de sonrisa abierta, ciudadanos de mediana edad o recién metidos en la juventud, personas de todos los oficios y condiciones, pero ninguno lo quiso y, lo que es peor, la mayoría repitieron el gesto del primero, aquel que se reía y movía la cabeza de un lado a otro mientras él le hablaba, como diciendo: pero qué dice este tío, quién se ha creído que es él y quién se cree que soy yo. Juan empezaba a pensar que no iba a haber nadie dispuesto a hacerse cargo de ello.

Se acercó a la calle de Velázquez, bajó por Ayala, subió por Serrano, y nada. Estuvo dando vueltas de nuevo por el barrio de Argüelles y por Moncloa, pasó por Altamirano, por Gaztambide, por Hilarión Eslava y otras de la zona, sin ningún resultado: nadie lo quiso.

Entró por cuarta o quinta vez en el metro, fue hasta la plaza de Tirso de Molina, anduvo parando a los visitantes del Mercado de las Flores e intentó que se lo quedaran, se lo ofreció con las mejores palabras, quiso tentarlos con promesas de mil clases distintas, pero las respuestas que obtenía estaban calcadas unas de las otras: no, ni loco, no me interesa.

No parecía haber nadie en toda la ciudad con ganas de hacerse cargo de ello, daba igual si se trataba de personas de una clase o de otra, con un carácter o con el contrario, en cuanto empezabas a contarles cuál era tu oferta y a pretender que se quedaran con lo que les ponías en la mano, se les ponía aspecto de querer echar a correr y se les empezaba a borrar de la cara el gesto de preocupación natural en cualquiera a quien se para en plena calle, que rápidamente era sustituido por una expresión primero de incredulidad y a continuación de burla. Era como pretender que te guardasen una bomba mientras ibas a comprar el pan. Algunos incluso miraban hacia atrás y alrededor, tal vez pensando que se trataba de uno de esos progamas de bromas y que las cámaras de la televisión debían de estar escondidas detrás de algun coche, o en un portal cercano.

El día se acabó, la tarde fue la posguerra de la luz y la noche cayó sobre la ciudad, y a eso de las doce de la noche, después de intentar que se lo quedaran otras personas que salían a pasear a sus perros o a dar un paseo después de la cena, Juan Urbano tuvo que rendirse a la evidencia y regresar a casa. Había fracasado: nadie quería ser candidato del PSOE a la Comunidad de Madrid, ni a su alcaldía. La verdad es que tuvo que reconocer que si alguien se lo ofreciese a él, también habría salido corriendo.

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