domingo, 31 de agosto de 2008

Correr hacia el nuevo año

El médico me ha ración de Benjamín Prado para llevar mejor la depresión posvacacional. Por ello leemos y colgamos este clic (en cuanto tenga la foto la subo)
Tema recurrente, pero invevitable cada fin de año (Para entender mejor esta última frase no hay que perderse el post de mañana, en el Benjamín lo explicó ya hace un par de años).

Mientras me llega la depresión correré yo también, comenzaré el año corriendo por las calles de un Madrid que se despereza y que antes de engullirnos a todos mañana en el metro a las 7 de la mañana, nos cederá sus calles para correr. Quizá buscamos todos lo que nos dice Benjamín en este texto, quizá cada uno busque una cosa, pero esta tarde miles de corredores recibiremos el año como se merece, con una San Silvestre en pleno mes de agosto.


La vida empieza mañana
Por Benjamín Prado. El Clic. El País.
En cualquier otro momento del año quizá nos tendríamos que preguntar hacia dónde corren las personas de la imagen, pero no hace falta porque estamos en el último día de agosto y septiembre, que es el mes de los grandes proyectos y las esperanzas aplazadas, nos da la respuesta: esas mujeres y ese hombre corren hacia una nueva vida, hacia la versión mejorada de ellos mismos que soñaron este verano junto al mar y en la que se veían más felices, más saludables y, sobre todo, más parecidos a quienes siempre desearon ser. ¿O es que alguien piensa que el adverbio siempre se puede escribir con las letras del sustantivo septiembre por pura casualidad?
Comienzan los días laborables y los despertadores a las siete de la mañana
Quien tiene una meta tiene una razón para correr, y por eso los dos deportistas que vemos en primer plano sonríen con la boca llena de optimismo mientras huyen de la palabra vida, escrita en grandes letras rojas sobre el edificio que hay a sus espaldas. La tercera no da la impresión de tenerlo tan claro, porque parece moverse con menos convicción que sus acompañantes y ni va tan bien uniformada como la otra mujer, cuya ropa delata una voluntad firme de ponerse en forma, ni parece haberse echado a la calle tan impulsivamente como el hombre de azul, que no quiso perder el tiempo en buscar una indumentaria adecuada y va vestido de centauro urbano, mitad peatón y mitad gimnasta.
Pero hay un cuarto personaje en la fotografía que también es un habitante característico de septiembre, un ciudadano al que la perspectiva ha hecho pequeño en comparación con quienes lo rodean y que lee algo con gesto ensimismado, igual que si estuviera a mil kilómetros de los gigantes que lo rodean, lejos de todo aunque esté en el mismo mundo de líneas y círculos perfectos por el que corren sus compañeros de reparto. Imagino que leerá unas instrucciones, un folleto publicitario o un esquema, cualquier cosa que también sea el primer paso de una nueva vida, el inicio de un camino que muchos seguimos en estas fechas esperando que nos lleve a un nosotros mejor: voy a aprender idiomas, o a pintar, o a tocar un instrumento; voy a hacer una colección de libros, de sellos, de discos; voy a ponerme en forma, voy a viajar, voy a beber menos, a dejar el tabaco, voy a comer mejor...
Se acabó el verano y mañana empiezan los días laborables y los despertadores a las siete de la mañana, pero si uno además de iniciativa tiene perseverancia, también puede comenzar algo magnífico: una nueva vida que nos corrija, nos amplíe y nos haga sentirnos bien. ¿Qué hacen los protagonistas de esta foto? Corren para no dejarse atrás.

El atardecer de agosto

Tal como nos comenta el propio Benjamín , el texto llamado "La larga noche" apareció en El País firmado por él, pero debió ser algún tipo de error, porque él no lo escribió. Por lo tanto, suprimimos del blog este texto. (Aunque quede constancia de esta errata con esta entrada).

viernes, 29 de agosto de 2008

Benjamín Prado para el García Lorca

Benjamín Prado es uno de los candidatos para la V edición del Premio internacional de poesía Federico García Lorca que organiza, convoca y falla el Ayuntamiento de Granada. La candidatura del poeta madrileño ha llegado desde Italia. Según nos informan de la secretaría del Premio, "La candidatura a favor de Benjamín Prado fue realizada el pasado 31 de julio por parte del Poesiafestival de Unione Terre di Castelli, Maranello e Marano (Modena), firmada por su directora artística la Sra. Paola Nava".

Benjamín compartirá "cartel" con otras 35 candidaturas entre las que se encuentran otros cuatro nombres que nunca se habían asomado a este galardón: como Antonio Cisneros, Claribel Alegría, Luis García Montero y David Rousemmor Taud. Además, otros poetas consagrados como Mario Benedetti, Nicanor Parra o Juan Gelman, figuran entre los extraordinarios poetas candidatos al premio.

Las candidaturas pueden ser presentadas por instituciones como embajadas, festivales de poesía o cátedras universitarias, y entre esas 36 (por ahora) para esta V edición figuran 10 poetas españoles (entre los que está Benjamín Prado) y 26 latinoamericanos.

Aún se pueden presentar candidaturas, hasta el próximo día 30 de septiembre. Entre todas aquellas que se presenten se fallará antes del día 15 de octubre, tal como día el concejal de cultura del Ayuntamiento de Granada y secretario del premio, Juan García Montero (hermano del poeta), en el diario Granada Hoy, donde se puede completar esta noticia. Un cuantioso premio de 50.000 euros está en juego, aunque el prestigio y el reconocimiento que ofrece el estar en la lista de candidatos es un valor intangible que en ocasiones supera cualquier cuantía.

En la edición del año 2007 fue el poeta valenciano Francisco Brines, de 75 años, quienes ganó la IV edición del Premio Lorca de Poesía. Ángel González, Blanca Varela y José Emilio Pacheco completan el ilustre poquer de poetas galardonados con el premio. ¿Quién les acompañará?

jueves, 28 de agosto de 2008

Jueves. Penúltimo día de vacaciones

Ojalá todos nos tomemos nuestro regreso como lo hace el bueno de Juan Urbano. Ojalá el rostro moreno del espejo siga siendo moreno al volver el lunes de la oficina, ojalá el runrun de las calles de Madrid fuera el mismo que el ronroneo de las olas, ojalá el bar de cada día tuvieras vistas al mar, ojalá el reloj de pulsera pudiera seguir en el cajón, ojalá las dos horas diarias de metro se pudieran hacer en chanclas... Madrid, una ciudad casi perfecta, a la que le sobra algún ojalá.

(Este es un gran texto, que el día 1 completaré, en este blog, con uno de los mejores textos que, en mi opinión, Benjamín Prado ha escrito en El País).

Vuelta a la ciudad.
Por Benjamín Prado. El País.

Vivir es ver volver, como se sabe, y por eso a partir de cierta edad da lo mismo lo que te muevas o si el camino que sigues va hacia delante o hacia atrás, porque el resultado va a ser siempre un círculo, un espacio acotado en el que uno se encierra con su gente y sus cosas predilectas para tener un lugar propio, un cobijo contra las tormentas del mundo exterior. Eso se nota mucho justo ahora, cuando agosto se acaba, la tinta del verano se seca en el cartón teatral de las postales y la ropa de otoño que se expone en los escaparates nos hace mirarnos de repente los pies y sentirnos tan fuera de lugar como si entráramos a un cónclave de la Conferencia Episcopal con una sotana de flores. Y si se nota es porque regresar a Madrid es, de momento, regresar a una ciudad muy pequeña, hecha exclusivamente de los sitios que cada uno ha transformado en su geografía personal. ¿No les ocurre eso cada septiembre? ¿No tienen la necesidad de recorrer los espacios más familiares para sentirse bien? Juan Urbano sí es de esa clase de personas, y por eso cuando aterrice en Madrid dentro de tres días, primero verá los libros que había dejado sobre su mesa al marcharse y, seguramente, seleccionará el primero que va a leer; luego, pasará por el bar donde desayuna los días laborables y, cuando el calor empiece a enfriarse, irá con su chica bonita a dar un paseo por el centro, le echarán un vistazo a un par de librerías amigas, tomarán algo en una terraza y se sentirán bien, quizá con un punto de melancolía mientras recuerdan sus mañanas de playa y sol, pero también con ganas de arrancarle de nuevo el motor a su vida. Vivir es ver volver las cosas que te importan.

A Juan Urbano le gustan Madrid, su trabajo y sus amigos, y no es una de esas personas que al empezar el curso se sienten morir, se ahogan en cuanto salen del agua y, en algunos casos, sufren profundas depresiones, padecen el síndrome del regreso que es el miedo a la monotonía, tan plana y a la vez tan abismal. Entre sus conocidos, de hecho, hay un par de personas que lo pasan fatal en estas fechas, se ven enredadas en las cuerdas negras de la angustia y sin fuerzas para enfrentarse a once meses de realidad. Algunos de sus compañeros de trabajo han tenido que ir al médico y, en ocasiones, tomar alguna medicina que los serenase: ventajas de esta época en la que casi todo se soluciona con una pastilla y un vaso de agua, lo cual tiene su parte buena y su parte mala, porque quién sabe lo que podría haber pasado si Kafka, por ejemplo, viviese ahora: es posible que hubiera tomado un par de ansiolíticos y en lugar de El proceso hubiese escrito la segunda parte de Siete novias para siete hermanos, o algo así, lo cual sería catastrófico, al menos en opinión de Juan Urbano, que cuando se encuentra abatido prefiere leer y escribir a anestesiarse.

A él, además, le gusta Madrid, y es de esos que siempre la echa un poco de menos incluso aunque esté en un lugar en el que es feliz, y este verano lo ha sido, pero sin dejar de tener la sensación de que el cronómetro estaba parado, porque la vida del veraneante siempre tiene algo de tiempo entre paréntesis, un perfume de artificio y el aire de una simulación en casi todo lo que se hace, y él, como se sabe, es partidario de la felicidad con argumentos y admira menos a los que pueden vivir en una isla que a los que construyen un paraíso entre oficinas y despertadores que suenan a las siete de la mañana.

De forma que la cuenta atrás del verano está acabando, y mientras lava el coche junto a la playa para hacer el viaje de regreso a Madrid, nuestro filósofo de cada jueves no se siente mal, sino contento de venir, darse una vuelta por sus lugares favoritos de la ciudad, esos que son algo así como las afueras de su casa, y a partir del día uno empezar una vez más su vida real. Al fin y al cabo, las huellas que se dejan en el asfalto son menos fugaces que las que se dejan en la arena.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Sabina, sus amigos, y sus cartas, en Rota

Joaquín Sabina, en el patio del mercado de Abastos de Rota, recitó una canción, una nueva canción. En este caso fue Luis García Montero el autor de la letra, pero será Joaquín quien la cante, quien nos la transmita, quien nos emocione.

"Que te quiten lo bailao", se llama la canción, y comienza... "Perderé poco tiempo en explicarte la infame labor de envejecer"... "A fuerza de crecer, cada vez somos más pequeños". "No hay eclipse completo, ni cantante discreto..."

No le daremos más publicidad, primero porque, como leemos en el Diario de Cádiz, así lo pidió el cantante, y segundo, porque este blog es sobre Benjamín Prado. (Por cierto, ayer anunció Sabina que sacará nuevo disco. Benjamín Prado ya ha participado en varias canciones con Sabina: "Cuando aprieta el frío", "Esta noche contigo" y "Números rojos". ¿Nos soprenderá este disco con alguna nueva canción de Benjamín?)

Benjamín fue un testigo de excepción, que junto a Luis García Montero, Felipez Benítez Reyes y Almudena Grandes, acompañaron al de Úbeda en la presentación, que no era de su canción, sino de su libro, "A vuelta de Correo", un libro del que, como dijo Benjamín Prado, con la complicidad que les une, va a sacar dinero aunque "lo hemos escrito entre muchos".

Permitidme destacad estas palabras, extraídas de esos versos: (Joaquín, pocas veces te habrán dicho algo así.)

Tú sabes que la vida,
igual que el arte,
si no está en ti
no está en ninguna parte.

martes, 26 de agosto de 2008

Cita con Sabina en Rota

Hoy a las 21:30 horas, en Rota, el cantautor Joaquín Sabina presentará en Rota su libro "A Vuelta de Correo". La cita es aen la Sala Cultural de Izquierda Unida, donde firmará ejamplares de su libro tras una tertulia literaria en la Plaza del Mercado de Abastos.

Pero Joaquín no estará solo, junto a él compartirán el momento, al igual que compartieron epístolas, sus amigos, Benjamín Prado, Luis García Montero, Almudena Grandes, Felipe Benitez Reyes...

El libro de Sabina recoge las cartas que él se intercambió con grandes autores y personalidades varias, cartas que no tienen desperdicio, ni por su calidad humana ni por el evidente nivel literario que destila.

Entre esos dimes y diretes también se encuentran los que el autor ha querido destacar de su relación con Benjamín Prado. Así, en el libro podemos leer algunas cartas que ambos se intercambiaron, pero no solo cartas, sino también anécdotas, textos en sus libros, en sus canciones, en sus poemas.

En este blog iremos desgranando (solo un poco, para abrir boca, y que quien quiera más se compre el libro), algunos de esos textos compartidos entre estos dos grandes genios.

De todos modos, no nos pilla de sopresa, en este mismo blog ya hemos hablado de este libro y de la participación de Benjamín Prado en el libro de Sabina. Así lo dijeron ellos mismos, así lo vimos en YouTube gracias a la aportación de VampiressaHim primero y de CreacionPoetica ahora.

En esta entrada se cuenta la anécdota de la meada en la Real Academia (que Benjamín Prado cuenta en su libro "A la Sombra del Ángel. 13 años con Alberti") y la poesía de Sabina para Benjamín, en su propia voz (ambas recogidas en el libro "A Vuelta de Correo" de Joaquín Sabina)

http://benjaminprado.blogspot.com/2008/07/la-sombra-del-ngel-i-13-aos-con-alberti.html

lunes, 25 de agosto de 2008

Ojalá no se hubiera matado

"Sembrao", Benjamín, así estás en este prólogo del libro "Suicidas", de la editorial Ópera Prima a la memoria de Roberto Bolaño. En este libro la editorial ha reciogido textos sobre autores que o se suicidaron o escribieron sobre el sucidio. Así están presentes en esta obra: Virginia Wolf, por Pilar Adón; Pedro Casariego, por Diego Martín; Sylvia Path, por Elena Fuentes; Pierre Drieu de Rochelle, por Marta Sanuy; Jack London, por José Ángel Berrueco; Mrs. Dalloway, por Pedro A. Ramos; Poetas suicidas, por Luis Felipe Comendador; 45 autores suicidas y un libro, El Burlado de Jack London y la biografía de Cunqueiro.


Benjamín Prado es el autor de un prólogo en el que nunca un tema tan peliagudo (más frecuente tras el verano, a cuyo fin nos acercamos, que en primavera) fue tratado con tanta clase, sin prejuicios. Vuelve a sorprender con su estilo, con su ideas, con sus frases (lo que yo llamo icebergs), de las cuales éstas son solo un pequeño botón de muestra (La muerte no tiene pasado.El silencio de la muerte solo existe para los vivos. Un suicido se comete, pero no se planea.Pensar en morir es muy distinto de ir a morir....)

Como dice Benjamín Prado, "lo que les ha otorgado a la gran mayoría de estos escritores un lugar en la historia es la calidad de sus obras, no la tragedia de sus vidas". " No hay más que leer este libro para darnos cuenta de todo el placer que nos robaron al verter el veneno o disparar sus pistolas".

Por Benjamín Prado


La muerte no tiene pasado. A pesar de ello, cuando un escritor decide suicidarse, los lectores y los críticos buscan en cada una de sus palabras un indicio, una premonición, analizan sus páginas como policías que buscaran huellas en el escenario de un crimen y hasta parecen querer leer sus obras como si, por alguna improbable perversión de las leyes del tiempo y el espacio, hubieran sido escritas después de desaparecido su autor, o como si éste hubiera sido durante años un muerto en vida, alguien que ya escribía desde el futuro, desde ese terrible después. Cuando no existen respuestas, lo mejor es inventarlas. Cuando los hechos no bastan, hay que recurrir a la imaginación. Sin embargo, el silencio de la muerte sólo existe para los vivos, son los que quedan de este lado del más allá quienes parecen sentir la imperiosa necesidad de cubrir o al menos atenuar ese hermético vacío que deja tras de sí la muerte, esa inmovilidad como ultraterrena que sucede al disparo, la copa de veneno o la caída al vacío. Y son los vivos, o los sobrevivientes, que diría un fatalista, quienes inventan lo que tienen que decir las palabras del suicida, quienes asocian el drama final con el resto de la historia de la mujer o el hombre que dijo basta, lo mismo que si no fuesen más que los dos extremos de una misma soga.
En realidad, y esto lo sabe cualquier psiquiatra, la mayor parte de los suicidas no saben que van a matarse hasta poco antes de abrir la espita del gas o volcarse en la palma de la mano los barbitúricos. Algo así como los marineros del relato de Horacio Quiroga que se reproduce en este volumen. Son personas depresivas, amargadas o infelices y, seguramente, han jugado en más de una ocasión con la idea del suicidio, pero el paso suelen darlo en un momento de desesperación. Un suicidio se comete, pero no se planea, no al menos como cualquier otro acto. Pensar en morir es muy distinto a ir a morir, como se ve con astuta claridad en el extraordinario relato de Ambrose Bierce incluido en esta antología.

Hay escritores que intentaron matarse varias veces, eso es cierto, como la poeta norteamericana Anne Sexton o como otro de los escritores seleccionados para este libro, Guy de Maupassant, que veía en el suicidio, como tantos otros, un acto de poder del hombre ante la fatalidad: "¡El suicidio! Pero ¡si es la fuerza de quienes ya no tienen nada, la esperanza de quienes ya no creen, el sublime valor de los vencidos! Sí, hay una puerta por lo menos en esta vida, siempre podemos abrirla y pasar al otro lado." Hay, también, escritores que pusieron fecha de caducidad a sus vidas, como el poeta Gabriel Ferrater, que anunció a los treinta años que no cumpliría jamás los cincuenta y uno y, cuando llegó el momento de cumplir su palabra, se puso fin de un modo estremecedor, atándose una bolsa de plástico a la cabeza. Por alguna razón, esa vulgar bolsa de plástico me produce un escalofrío mayor que las espadas con que se ultimaron Yukio Mishima o Emilio Salgari.

Y hay autores que decidieron tomarle la delantera a la muerte cuando, por unos u otros motivos, sus existencias ya eran, como en el relato de Jack London que incluye este libro, "un largo camino de amargura y horrores" que se había ido estrechando y que ya llegaba a su fin. Eso le ocurrió a Sylvia Plath, que no pudo sostener el peso de ser abandonada; a Reinaldo Arenas, que pronto descubriría que el paraíso capitalista era igual que el infierno comunista; a Hemingway y Bohumil Hrabal, el primero de los cuales se disparó para matar, junto a él, todo el sufrimiento que le causaba el cáncer que padecía; y el segundo porque encontró un doble remedio trágico al sufrimiento que le producía la enfermedad, en su caso una terrible artritis, y a la depresión en que lo había sumido la muerte de su esposa. Le ocurrió a Marina Tsvietáieva cuando ya sólo quedaban a su alrededor miseria y abandono. Y también a dos de los autores de este tomo, Stefan Zweig y Virginia Woolf, el primero por huir de su memoria -igual que Paul Celan, el fascista Pierre Drieu la Rochelle o Primo Levi- y la segunda por escapar a la locura. El fracaso literario llevó a la tumba a Maiakovski y a Alfonso Costafreda. El alcohol empujó hasta el cementerio a Malcolm Lowry, a Dylan Thomas, ambos presentes aquí, y hace poco al poeta Javier Egea. Otros, como Pavese, se mataron porque eran incapaces de seguir vivos. Es impresionante, al leer este libro, pensar en el cianuro de Horacio Quiroga, la morfina de Jack London, el veronal de Ryunosuke Akatugawa, la bala dadaísta de Jaques Rigaut o los somníferos de Malcolm Lowry. Es impresionante pensar en el minuto anterior a todo eso, ese minuto que creo que ha reflejado como nadie otra suicida, la poeta y narradora austriaca Ingeborg Bachmann, que se quemó viva prendiéndole fuego a su cama, por ejemplo en este poema de su libro No sé de ningún mundo mejor -publicado en España por Hiperión y traducido por Jan Pohl-, titulado "Hablar con un tercero":

Y he elegido a la muerte, para todas las confesiones ella, le he contado, a esta muerte disparatada, a la que nopuedo imaginar, a la que puedo provocar rápidamente, pero nunca imaginar, le he contado. La muerte, a la que le he contado tiene la amargura de treinta píldoras, mide una caída por la ventana, y le digo, al estar sola con ella, ella tan larga
tan larga como una caída por la ventana, ella tan corta, larga como un sueño, hasta que le quite al sueño la preocupaciones por mí, le cuento a este tercero. Digo: hazme ver su boca, y ese ojo hazme ver cómo era, dale marcha atrás, hazme ver cómo digo:Otra vez, y soy.

La muerte no es un valor literario ni el suicidio tiene más que ver con la literatura que el amor, el odio, la felicidad, el miedo, la tristeza, el deseo, la traición, la soledad o la envidia. Y, claro, no hay muerte que convierta un libro en algo mejor de lo que es, porque en el espacio hermético e inalterable de las obras impresas, a los relatos, los poemas y las novelas no les importa en absoluto si su autor está vivo, muerto o en un punto intermedio entre ambos estados. Y, en el fondo, a los lectores tampoco. Excepto, quizás, a los más morbosos. En este libro no sólo se reúne a unos cuantos autores suicidas, sino que en gran parte de los relatos el suicidio es un tema central o, como mínimo, una amenaza de fondo. Sin embargo, lo que les ha otorgado a la gran mayoría de estos escritores un lugar en la historia es la calidad de sus obras, no la tragedia de sus vidas. Alrededor del suicidio hay, como no podía ser de otro modo, toda una mitología, y hasta quien se atreve casi a decir que no matarse es de cobardes. No comparto esa opinión ni suicidarse me parece un acto de coraje, sólo de desesperación. Y tampoco creo que los autores que terminan suicidándose posean un secreto que los demás ignoran. Las librerías están llenas de obras maestras sobre el dolor, el sufrimiento, la desdicha y la angustia escritas por mujeres y hombres que murieron en sus camas de eso que se llama, de un modo un tanto macabro, ni más ni menos que muerte natural. Y también están llenas de obras maravillosas escritas por gente como Osip Mandelstam o Anna Ajmátova que crearon sus versos en medio del infierno, cuando eran perseguidos, veían caer asesinados a los suyos, sufrían hambre y privaciones de todo tipo, acosos, cárceles, torturas y campos de concentración. Y, sin embargo, pensaron que escribir era un modo de salvarse, de vencer a sus verdugos.


En la literatura, lo mismo que en la vida, una cosa puede ser lo contrario de la otra y ser tan verdad como ella. Ojalá los escritores que componen esta antología no se hubiesen matado. Sus creaciones no serían peor por eso y no hay más que leer este libro para darnos cuenta de todo el placer que nos robaron al verter el veneno o disparar sus pistolas.

domingo, 24 de agosto de 2008

El clic de Madrid



El recipiente azul
Por Benjamín Prado. El Clic. El País.
No se sabe si miran o se refugian, y eso explica bien el sentido de una edificación como la plaza Mayor de Madrid, que le ofrece su centro al ocio, sus paredes al arte y sus soportales al comercio o, simplemente, los transforma en un lugar donde esperar a alguien cobijados de la lluvia o del sol. Los tres personajes que ocupan el primer plano de esta imagen no parece que tengan una cita, sino más bien que descansan, porque su postura es la de quien, tras un largo paseo, vence el cuerpo y se recupera de la factura que suele pasarle al viajero la suma del turismo y el calor. ¿Qué estarán mirando, en cualquier caso: la arquitectura de la plaza Mayor o al actor callejero que intenta llamar la atención de los paseantes con su traje oriental?
La plaza Mayor ha tenido cinco nombres y tiene nueve puertas, aunque no sabemos por cuál habrán entrado a ella esas tres personas, ni qué querían saber exactamente de ese lugar, pero, por si les interesa, podemos decirles que los orígenes de la construcción están en la Edad Media, en el siglo XV, que su función era acoger el mercado principal de la ciudad -aunque también ha sido plaza de toros, teatro y lugar destinado a las ejecuciones públicas- y que su primer nombre fue plaza del Arrabal. Los otros han sido plaza de la Constitución, plaza Real y plaza de la República. Felipe II la mandó remodelar en 1580, y le encargó el proyecto a Juan de Herrera; y Felipe III remató la faena en 1617, poniendo la obra en manos de Juan Gómez de Mora, quien le dio fin dos años más tarde. También les interesará saber que la plaza Mayor ha regresado tres veces del infierno, pues sufrió tres grandes incendios en su historia, en 1631, 1670 y 1790.

Pero la plaza Mayor es también otra cosa que se ve muy bien en esta fotografía: un recipiente extraordinario para el cielo azul de Madrid, el famoso color celeste que Diego Velázquez convirtió en la bandera de la ciudad y que uno puede ver como quien contempla un cuadro. Aunque aquí el azul ha hecho lo mismo que los personajes de la foto, esconderse, e igual que ellos se ponen a cubierto bajo los soportales de la plaza Mayor, él lo hace en una nube. Es curioso que ninguna de las personas que vemos mire esa nube. Se pierden lo mejor.

sábado, 23 de agosto de 2008

No nos deja fríos

Llevábamos mucho tiempo sin un poema de Benjamín Prado. Uno frío para el verano.

No hay mayor frío que la soledad...

Frío como en el Infierno

Por Benjamín Prado


Estamos en invierno y esto es Roma

y tú no estás.

Yo voy de un lado a otro

de tu nombre,

lo mismoque un oso en una jaula;

marco un número;

pongo la radio,

escucho una canción de Patti Smith dar vueltas dentro de Patti Smith

igual que un gato en una lavadora.

Estamos en invierno y yo busco cuchillos;

miro la calle;

pienso en Pasolini;

cojes una naranja con mi mano.



Y esto es Roma.

La nieve convierte la ciudad en una parte del cielo,

ilumina la noche,

deja sobre las casas su ángel multiplicado.



Y tu no estás.

Yo cierro una ventana,

miro el televisor,

leo a Ungaretti, pienso la distancia es azul,

yo soy lo único que hay entre tú y este frío.



Estamos en invierno y esta ciudad no es Roma

ni ninguna otra parte.

Miro atrás y puedo verlo:

acabas de apagar una lámpara;

has cerrado los ojos y sueñas con un bosque;

de repente alargas una mano,

Buscas una manzana que está en el otro lado de la mujer dormida…



Mientras,

yo odio este mundo frío como el infierno

y el cansancio que caza lentamente mis ojos;

odio al lobo que has puesto en la palabra noche

y la forma en que llenas la habitación vacía.



Odio lo que veré

desde hoy y para siempre: tus pisadas

en la nieve de Roma, donde nunca has estado.

jueves, 21 de agosto de 2008

Otro jueves en Madrid

Juan Urbano desde las páginas de Madrid de El País, sigue haciendo de su filosofía la mejor literatura.

Dormir con tu abogado
Por Benjamín Prado. El País
Las camas de matrimonio deberían ser más grandes para que cupiesen en ellas los abogados de la pareja. Juan Urbano llegó a esa conclusión mientras pensaba en la cantidad de amigos separados que tenía y en la degradación absoluta a la que habían llegado algunos de ellos, que dejaron de ser personas decentes en cuanto la ley les puso en la mano la oportunidad de comportarse como miserables con las personas a las que habían querido y con las que compartían hijos, casas y cuenta en el banco. Será, digo, es un decir, como escribió el poeta César Vallejo, porque nuestros gobernantes han conseguido que los juzgados se transformen en una batidora que convierte el divorcio en una papilla hecha de derechos e interés tan grande y tan tentadora, que ya hay niñas que cuando rezan le piden a Dios que de mayores les dé un buen ex marido.
Pero, entonces, ¿por qué la gente sigue emparejándose? En la Comunidad de Madrid, según acaba de hacerse público, el número de parejas de hecho se ha multiplicado por cuatro desde julio, al ampliarse el horario de registro y desaparecer la lista de espera; y eso que después de haberse aprobado la Ley de Matrimonios Homosexuales, muchas personas del mismo sexo han descartado esta opción para cambiarla por una boda, ya saben, esa fiesta que empieza con una lluvia de arroz y termina con una tarta llena de cuñados.

Encontró dos respuestas a esa pregunta en el periódico. La primera, en una noticia que revelaba que, según una investigación científica recién publicada, vivir en pareja reduce el riesgo de alzhéimer. La segunda, en un estudio sociológico que aseguraba que en España hay un abogado por cada 400 habitantes, y en Madrid, dos. Volvió a pensar lo mismo que al comienzo de este artículo, pero ampliándolo: si patentaba una cama para cuatro, tal vez en forma de litera, en la que cupiesen los representantes legales de los novios, tal vez ganaría dinero y el premio Nobel de Medicina. ¿Por qué? Muy sencillo: con esa garantía en la mano, sabiendo cada contrayente que sus intereses iban a estar bien protegidos desde la misma noche nupcial, se fomentaría la vida familiar y se erradicaría prácticamente el alzhéimer. Y, en los malos momentos, bastaría con sonreír y frotarse las manos, que acaba de descubrirse que genera hormonas antiestrés. ¿Ustedes han visto alguna vez una mosca estresada? Claro que no, cómo iban a estarlo, con tanto frotarse las patas.

El subdirector general de Régimen Jurídico de la Consejería de Presidencia, Justicia e Interior señaló en la comparecencia en la que se dieron a conocer esos datos que el perfil de los componentes de las parejas de hecho es el de una persona de entre 31 y 45 años, soltera y de nacionalidad española; y dio una clave que puede explicar algunas cosas: en el caso de las parejas de hecho, "no existe modificación del estado civil", pero sí se consiguen "otros beneficios", como un permiso de descanso de 15 días para los funcionarios de la Comunidad de Madrid, una reducción en la base del impuesto de sucesiones y donaciones u otros beneficios de derecho privado. Y recordó también que este tipo de unión se acaba si la pareja decide casarse, si uno de ellos decide acabar con el emparejamiento y se lo comunica fehacientemente al otro, o en caso de que uno de ellos fallezca. A Juan Urbano le intrigó mucho ese adverbio: fehacientemente.
Como la crisis aprieta y septiembre va a estar tan cuesta arriba que mientras lo subimos nos va a dar la impresión de que octubre está en marzo, Juan se marchó a casa con espíritu de inventor y dispuesto a acabar su proyecto con toda la rapidez del mundo. De entrada, lo de las literas era interesante: así, las posibilidades serían muchas, la pareja podría dormir junta cuando estuviese bien y los abogados esperar arriba, en el mismo colchón pero separados por una cortina. Y cuando la cosa se torciese, podían pasar la noche cada uno con su abogado. Pasarla con el abogado del otro sería ilegal, por supuesto. Mil trescientas parejas inscritas desde julio en el registro de Madrid le hacían soñar con una gran cartera de clientes.

lunes, 18 de agosto de 2008

El diario ABC tiene la verdad

Fin del relato...

Parte 1 (04/08/08) / Parte 2 (11/08/08)

La sangre nunca dice la verdad (y 3)

Por Benjamín Prado. ABC



Al día siguiente, Íñigo se levantó, como cada mañana, a las ocho y media, le dio un rapidísimo beso de despedida a su padre, que salía hacia el hospital, se puso el uniforme de su colegio y desayunó una taza de cacao y un bollo en la cocina, junto a Qamar. Luego, entró a la alcoba de doña María Luisa, le dio los buenos días y, a las nueve y cuarto, subió al viejo Mercedes Benz en que Zinedine lo llevaba a clase.

A eso de las diez, de manera extraña, su profesora de Lengua y Literatura le dio una mala constestación cuando fue a preguntarle algo.

-¡Tú cállate! ¿Quién te ha dicho que puedas hablar?

-Pero, señorita -intentó justificarse Íñigo-, es que no he entendido y sólo quería que me explicara...

-Pero, ¿es que no me has oído? ¡Silencio!

El joven Salvatierra pasó el resto del día acobardado, y no sólo en las aulas, porque la explosión de ira de la profesora parecía haberse propagado a sus compañeros, que le gastaron bromas humillantes y, cuando fue a jugar al fútbol en el patio de recreo, le dijeron que se fuera, que no querían juntarse con él.

Íñigo se fue a los servicios, lloró amargamente y se llenó de odio y deseos de venganza contra los que le despreciaban. A las cinco, Zinedine fue a recogerlo y, como siempre, condujo hasta el otro extremo de la urbanización y lo dejó en la puerta de la pastelería.

-Señorito, lo espero donde todas las tardes -dijo Zinedine, abriéndole la puerta del coche para que bajase-, aparcado a la entrada del Café Milán.

Íñigo corrió hacia la pastelería. Si hubo una tarde en que necesitara un dulce más que nunca, era esa tarde. De hecho, planeaba comprar un montón de golosinas para llevarlas al día siguiente al colegio y darse el gusto de no compartirlas con los que le habían marginado aquella mañana.

-¡Hola, Charo -dijo, tan cortés como siempre-, buenas tardes!

La dueña de la pastelería lo miró de arriba abajo, con cierto disgusto.

-¿Qué quieres?

Íñigo tragó saliva.
-Bueno, yo... Una palmera de chocolate... Y también...

-Uno con cincuenta -le cortó la mujer-. ¿Algo más?

El niño buscó en su cartera una moneda de dos euros. La mujer la miró detenidamente antes de abrir la caja registradora, lo mismo que si pensara que podía ser falsa. Luego, puso los cincuenta céntimos de la vuelta sobre el mostrador y, sin añadir una palabra ni volver a mirarlo, siguió leyendo la revista que tenía entre las manos.

Íñigo fue entonces hacia el quiosco y se puso a hojear unos tebeos, mientras don Agapito atendía a otro cliente. Trató de decidirse entre Mortadelo y Filemón, Spiderman y Los Simpson. Pero en cuanto el hombre pagó y se fue, don Agapito se volvió hacia el niño y le dijo destempladamente:

-¿Vas a comprar esos tebeos o no? Si no los vas a comprar, no los toques ¡Seguro que tus manos están sucias! ¿Tienes dinero?

-Don Agapito, yo creía...

-¿Que eran gratis? ¿Eso es lo que pensabas? ¡Fuera de aquí o llamo a un policía!

El niño llegó al Café Milán con los ojos llenos de lágrimas, y se puso a llorar en el hombro de Zinedine,pero los camareros que siempre salían a ofrecerle una Coca-Cola esta vez sólo salieron para decirle al chófer que se largara, que ahí estaba prohibido estacionar, ¿es que no veían las señales?

-¿Y tú qué miras? -le gritó uno de los empleados a Íñigo, con una mueca de infinito desdén cicatrizada en su boca y abriendo los brazos igual que si pensara golpearle. De repente era como si tras su piel se pudiera adivinar el bulto de un lobo.

Íñigo estaba pálido cuando llegó a su casa. Su madre le preguntó, por señas, si se sentía bien, mientras hablaba por teléfono. Doña María Luisa se encogió de hombros señalando el auricular, qué quieres que le haga, no puedo colgar ahora, e hizo unos círculos de luego hablamos en el aire, con su dedo índice.

Íñigo fue a la cocina. Qamar estaba preparando la cena.

-¿Y Abdul? -le preguntó.

-Está en casa, señorito -respondió la cocinera, secándose las manos en su mandil-. Mi madre ya se encuentra mejor.

-Tengo que hablar con él. Es muy importante -dijo Íñigo Salvatierra, mientras miraba con ojos llenos de angustia el jardín de su casa, la piscina, las inmaculadas praderas de césped, los árboles. Estaba haciéndose de noche muy deprisa y todo lo que antes era azul y verde empezó a ser negro. Tan negro y tan incomprensible.

domingo, 17 de agosto de 2008

El clic del domingo

La imagen se incluirá en breve... mientras tanto quedémonos con las palabras que según quien las escriba, como es el caso, valen más que mil imágenes.

Un beso democrático.
Por Benjamín Prado. El clic. El País.
El novelista Carlos Fuentes escribió que una pareja es un triángulo imperfecto, y sin duda el trío que forman en esta imagen el amor, la libertad y la iglesia le da la razón. Porque lo que se ve al fondo, detrás de los jóvenes que se estrechan como si todo lo que no está dentro del círculo de su abrazo no existiese, es la catedral de la Almudena, es decir, para algunos una obra de arte y para otros una fortaleza; para unos algo que ver y para otros algo que nos vigila, dada la costumbre que tiene nuestra jerarquía eclesiástica de controlar la vida civil y poner un ojo dentro de cada colegio y cada juzgado. Por eso, y dadas las circunstancias, me parece que no nos equivocaríamos si definiéramos lo que hacen esos muchachos ante la sede episcopal de la diócesis de Madrid como un beso democrático.
El templo está en segundo plano y los enamorados son los protagonistas de esta historia, pero ambos tienen la misma vocación de permanencia, porque la arquitectura es música congelada y "el amor es eterno mientras dura", según dijo el poeta Luis Rosales. ¿Cuánto lo será el de los amantes de la fotografía? ¿Por cuántas estaciones pasará su relación? ¿Saltarán del neoclásico al neogótico y el neorrománico según se construye su vida de pareja, como fue pasando la Almudena de uno a otro de esos estilos? Ojalá no, porque el resultado sería de lo más triste, como lo es la propia catedral de Madrid, con su simulacro de magnificencia y su solemnidad de imitación.

Pero conviene quedarse unos segundos con el camarero, que parece caminar hacia la pareja cariñosa con la intención de felicitarlos, por la sonrisa que le cruza la cara y por el modo en que sus manos se han quedado por un instante quietas en los bolsillos del delantal donde debe echar las monedas que le dan los clientes, lo mismo que si pensara que no hay dinero en el mundo para pagar lo que contempla ni motivo para dejar de observarlo: el que tenga sed o hambre, que espere, ¿es que no ven que hay un chico y una chica besándose? Y es cierto que toda la estampa tiene un punto de paisaje detenido, desde las sombrillas cerradas hasta las posturas algo rígidas de los demás figurantes, cuyos gestos parecen coagulados a la espera de que los amantes se suelden el uno al otro, dándole la réplica a esa canción de Bob Dylan que dice que lo único que aprendes cuando llegas al fondo es que desde ahí todavía puedes caer un poco más abajo: ellos ya están pegados, pero quieren acercarse aún más y dentro de un segundo, en cuanto el fotógrafo baje su cámara, se habrán fundido en la resta de un beso. Sí, una resta, porque los besos de verdad no suman dos bocas, sino que las convierten en una, indivisible. Y en este punto, hay que rendirse y aceptar que Neruda también definió esta foto 60 años antes de que fuera tomada: "Para mi corazón basta tu pecho / para tu libertad bastan mis alas. / Desde mi boca llegará hasta el cielo / lo que estaba dormido sobre tu alma". La catedral de la Almudena tiene seis puertas para huir del infierno. A esos dos jóvenes les bastan los labios del otro para entrar en el paraíso.

sábado, 16 de agosto de 2008

De Benjamín para Patti

En Octubre, en Vitoria. Cita ineludible para los amantes de Patti Smith, y para los de Benjamín Prado.

El centro de exposiciones Artium organizará una exposición sobre la polifacética artista, desde sus fotografías más recientes a sus dibujos.

La parte textual correrá a cargo de un autor que ha mencionado a la artista en más de un libro y en muchos, muchos textos. No llega a ser Bob Dylan, pero Benjamín Prado está por Patti, es público y no pertenece a la prensa rosa, sino a la azul.

Además, se dice que habrá un recital poético (no existe información sobre quién estará presente, pero no me cabe duda de que la voz de Benjamín sonará al ritmo marcado por sus poemas e incluso por las letras y la guitarra de Patti). Este recital estará acompañado por un concierto "básico"... todo un espectáculo que no podemos perdernos.

Aún sabemos poco más, pero a medida que vayamos teniendo noticias, aparecerán por esta página. Si alguien sabe algo, bienvenido sea, y muchas gracias.

jueves, 14 de agosto de 2008

Ficciones. Por él mismo

Esta entrada no debería firmarla yo, ya que fue Benjamín Prado quien, en un comentario en este mismo blog, nos regaló este texto. En este caso yo solo me limito a traerlo a la portada. (Gracias, Benjamín).

(Por cierto, otro iceberg para la colección: "las historias que ocurren en verano se vuelven mentira en cuanto regresas a la ciudad, son tesoros en el sitio en que los encuentras y bisutería en el lugar al que los llevas").

FRAGMENTO LITERARIO: ficciones.
EL DÍA DE MAÑANA
BENJAMÍN PRADO 04/08/2008

Por Dios santo, si tienen ocho y nueve años, se dijo, mientras los miraba jugar en la playa. Estaban en la orilla y levantaban un muro de arena con sus palas de plástico, convencidos de que con él podrían detener el mar, y esa inocencia le hizo sentirse aún más culpable por lo que había hecho. La escena transcurría en Rota, Cádiz, que es donde tiene su casa de verano, y los dos niños a los que observaba de lejos, sentado en una hamaca y con un libro entre las manos, se llaman Dylan y Guillermo. Ella es hija suya y, como cada año, pasaba con él los últimos días del mes de junio, porque así es como lo ha pactado con su madre: durante el invierno, la tiene los martes, los jueves y fines de semana alternos, y en las vacaciones, cinco días de junio, todo agosto y otros cinco de septiembre. Los divorciados son gente muy organizada.

En cuanto al chico, se llama Guillermo, vive con su madre en la misma urbanización y Dylan y él son amigos inseparables desde que se conocieron, cuando tenían, respectivamente, cuatro y cinco años. Es verdad que sólo se ven en verano, en Semana Santa y en algún que otro puente en el que coincidan las dos familias, pero cuando no están juntos se recuerdan y se echan de menos, y no sólo porque el ser humano sea nostálgico por naturaleza y piense que las cosas que se pierden se vuelven importantes, sino también porque ninguno de los dos conoce en Madrid o en Sevilla, que son los lugares en los que residen, a otro niño con el que se lleve igual de bien. Sus padres suelen ironizar sobre el futuro y fingen hacer planes de boda.
Él sabe que todo eso no es más que una broma, pero también que no se trata de una broma vacía, sino de esas que esconden un por qué no en el fondo. Volvió a mirarlos y trató de adivinar cómo serían dentro de un tiempo, física y moralmente. Ahora los dos son guapos y listos, están llenos de energía y de imaginación, son dulces, cándidos y egoístas, igual que el resto de los niños de este mundo, y cuando se enojan cada uno sobrelleva el enfado a su modo: ella se entrega a la melancolía y él al orgullo. ¿Serían también así de mayores? Mientras se lo preguntaba, Dylan lo miró, adoptó una postura provocativa que sin duda imitaba la de alguna cantante que le gustase, le lanzó un beso e hizo una zalamería que a él le encantaba y que consiste en colocar los dedos índice y pulgar de las dos manos de manera que formen un corazón y ponerlos sobre el pecho. Qué maravilla de criatura, pensó, con su cara preciosa, la piel dorada por el sol y la luz colérica del mediodía refinada por el amarillo de su melena rubia.

Por lo general, las historias que ocurren en verano se vuelven mentira en cuanto regresas a la ciudad, son tesoros en el sitio en que los encuentras y bisutería en el lugar al que los llevas, similares a esas piedras que los bañistas cogemos en las playas y que parecen minerales misteriosos o joyas primitivas mientras están mojadas por el océano, pero al secarse y perder su brillo se convierten en nada, mueren durante el viaje, dentro de las maletas, y se transforman en simples guijarros. Claro que no siempre es así y hay aventuras que sobreviven al frío y a los horarios laborables. Se preguntó si la de Dylan y Guillermo sería una de ellas y, puestos a fantasear, se entregó a las conjeturas y, sin poder evitarlo, a los malos presagios: cómo no hacerlo, si su experiencia matrimonial había sido degradante y su divorcio un auténtico calvario. Además, debía de reconocer que es excesivamente protector con su hija, uno de esos padres llenos de miedos, capaces de ver peligros por todos lados y, si le obligan a ser sincero y a confesar lo que siente, temeroso de que llegue la adolescencia y se la quiten, la hagan sufrir, la arrastren a una vida dura o, como mínimo, vulgar. En alguna ocasión en que Guillermo y Dylan estaban disgustados, se reía por fuera y les decía que como se habían dado la vuelta para saltar de la devoción a la animadversión, él les pensaba llamar del revés, Landy y Mollergui, hasta que se reconciliasen. Pero por dentro la tristeza insustancial de su hija lo atormentaba de un modo desproporcionado y lo llenaba de malos presentimientos, mientras que el desdén con que el muchacho la trataba durante un par de días para hacerse el fuerte le parecía un aviso de cara al día de mañana. En esas ocasiones, se avergonzaba al sorprenderse espiándolo, para buscar en su rencor aún inofensivo cualquier desaire, mal modo o gesto cruel que pudiera interpretarse como un eco del porvenir, una voz de alarma.

Pero, como ya he dicho, lo que había hecho la tarde anterior no le hacía sentirse avergonzado, sino culpable. Desde luego, había sido una tontería sin mayor importancia, pero lo cierto es que cuando volvió a ver a la madre del niño tuvo ganas de pedirle disculpas y notó que se ruborizaba. Lo que había ocurrido fue que la tarde antes, al regresar de la playa, Dylan había insistido en ir a merendar a casa de Guillermo y que, media hora más tarde, la mujer lo había telefoneado para decirle que los niños querían ducharse juntos y para preguntarle si no le importaba. Ya tendrán tiempo de no poderlo hacer, añadió, queriendo quitarle hierro al asunto. Pero él dijo que no, puso una disculpa y mandó a su hija ir a bañarse a casa. Al colgar, se sentía sucio y mezquino.

Sentados a la orilla del mar, los niños moldeaban la arena como si conocieran un modo de gobernar el tiempo. Su muralla había crecido y se había hecho más compleja, adornada por torres y cúpulas y consolidada a base de palos que hacían de contrafuertes. Llegó una ola, y la barrera resistió el asalto. Llego otra y siguió en pie. Dylan y Guillermo se abrazaron y dieron saltos de júbilo alrededor de su obra. Vistos allí y en ese momento, eran la pura imagen de la felicidad. Intentó, de nuevo, vislumbrarlos veinte años más tarde. ¿Estarían juntos? ¿Conservarían esa alegría circular, sin ángulos sombríos? Bueno, y por qué no, se dijo, si tiene que ser, mejor con Guillermo que con cualquier otro. Después cerró el libro que tenía entre las manos y sonrió a su hija, que corría hacia él agitando los brazos y contándole a gritos su hazaña. Veinte años más tarde... Quizá para entonces él ya no estaría aquí.

Fácil sospecha, difícil saber

Cita ineludible, como cada jueves, con los pensamientos de Juan Urbano en El País

Fácil sospecha, difícil saber
Por Benjamín Prado, El País
El infierno es más grande cuanto más pequeño es el sitio en el que está. Eso es lo que piensa Juan Urbano cada vez que lee la noticia de que otra mujer ha sido asesinada por su pareja, y ve mentalmente un piso diminuto, unas paredes que ocultan golpes, insultos, gritos y amenazas: un infierno de sesenta metros cuadrados en el que es imposible escapar del demonio.
Ojalá que la lección que saquemos todos nosotros no sea que en estas cosas es mejor no meterse
Hace poco, una señora con la que habló en Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, y que pertenecía a un club de lectura en el que la mayor parte de los miembros había sufrido malos tratos, le contó a Juan Urbano que su marido le daba unos golpes en el hombro con los dedos anular, corazón e índice cada vez que los informativos hablaban de una nueva víctima de la violencia doméstica, y le decía al oído: “La próxima serás tú”. Le preguntó cuánto tiempo llevaba sufriendo esa tortura, y ella, soltando una risa incongruente, le respondió: “¡Ay, hijo, pues toda la vida!”.

Una pareja puede ser muchas cosas por dentro pero, por fuera, siempre es lo mismo: un par de desconocidos. No sabemos casi nada de la gente de la que creemos saberlo casi todo, y tal vez por eso nos asombra tanto que lleguen las cámaras a nuestra puerta y descubrir que el vecino era un atracador de bancos, o un terrorista, o un canalla que pegaba a su familia. Eso, en el mejor de los casos; porque en el peor, ignoramos lo que queremos saber, por simple cobardía: mejor no meterse, quién sabe lo que podría pasarnos.

El mejor ejemplo de eso es lo que acaba de ocurrirle en Majadahonda a un profesor que le llamó la atención a un individuo al que vio tirar al suelo a su novia, fue atacado por el agresor y ahora está en coma en el hospital Puerta de Hierro. Su heroicidad fue inútil y, además, según afirma la mujer a la que intentaba defender, fue una equivocación, porque ella no cree que corriese ningún peligro y no piensa denunciar a su compañero, al que definió en un programa de televisión como “una bellísima persona”. La esposa de la víctima le replicó que si fuese tan bueno no le habría pegado a ella ni habría mandado a su marido al hospital.

¿Qué ocurrió? ¿Cuál de esas dos personas es el hombre detenido: el ser violento que resuelve sus problemas a golpes que creemos reconocer todos a simple vista o el politoxicómano enfermo de diabetes que dibuja su novia, una persona normal que perdió los nervios en un momento determinado?

Al profesor que está en el sanatorio gracias a sus puñetazos y patadas le va a dar lo mismo si su locura es transitoria o no. En cuanto al juez en cuyas manos caiga el caso, ojalá sea capaz de hacer justicia. Será difícil, porque estudiar el contenido de una pareja es como dividir un número impar: el resultado nunca es una cifra redonda, sino que está lleno de decimales, de inexactitudes, de matices.

Al arrestado le acusan, naturalmente, de homicidio en grado de tentativa por propinar una paliza al profesor que ahora se encuentra en estado crítico, pero si su novia no cambia su testimonio, no podrán inculparlo por nada más, y lo cierto es que la mujer asegura que jamás le ha puesto la mano encima, tampoco esta vez: “Yo no fui agredida”, dice. “He pedido que me hagan un parte médico y que me reconozca un forense, para que quede claro que no me ha hecho nada”.

Qué sencillo es imaginar y qué difícil es saber, pensó Juan Urbano; y cuántas sospechas llegan a tenerse en estas ocasiones. ¿Todo ha sido una desgracia tremenda pero fortuita? ¿Tiene ella miedo de algo? ¿De qué es una metáfora este episodio terrible: del espanto que sufren muchas personas que viven con su verdugo al que necesitan porque su cárcel es su única escapatoria, o de una de esas corrientes de opinión que quieren sepultar todo lo que se oponga a ellas, desde el derecho de un terrorista a salir a la calle cuando cumple su condena según se lo permita el Código Penal vigente, hasta la presunción de inocencia de cualquier ciudadano?

Ojalá que el profesor se recupere, que la verdad salga a la luz, que se castigue lo que deba castigarse y que la lección que saquemos todos nosotros no sea que en estas cosas es mejor no meterse, que más vale cerrar los ojos, volver la espalda, no saber.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Cien libros que cambian una vida

Entre los artículos que nos recomendó Benjamín en su comentario en este blog, quedaba el que escribió el pasado domingo en El País Semanal.

Etiquetemosle como "imprescindible".

Cien escritores en español eligen los 100 libros que cambiaron su vida.
Por Benjamín Prado y Cristóbal Ramírez. El País Semanal. 10/08/08


El ser humano es un animal que nace, crece, se reproduce y hace listas. Será porque no podemos resistirnos a transformarlo todo en una competición o porque el mundo necesita ganadores a los que admirar, envidiar o discutir, según la naturaleza de cada uno, y perdedores a los que compadecer, en el mejor de los casos; pero lo cierto es que no hay nadie que esté a salvo de las comparaciones ni oficio que no tenga su olimpiada, y por ese motivo, sin querer oír al escritor Mark Twain, que ya nos avisó de que en este mundo hay tres tipos de mentiras que son los embustes, las patrañas y las encuestas, nos pasamos la vida haciendo precisamente eso, encuestas y sondeos: quién es el político más influyente del país, el más fiable, el que merece menos crédito; quienes son las 10 personas más poderosas, las más admiradas, las más guapas; quiénes son los más ricos, los menos amables, los más deseados, los peor vestidos... El proceso es siempre igual, aunque cambie el nombre que se le da al escrutinio: cuando se habla de banqueros o empresarios, se llama ranking; cuando se habla de deportistas, se llama clasificación, y cuando se trata de literatura, se llama canon, una palabra con muchas esquinas que puede tener un sentido artístico, económico y hasta religioso, pues define desde las reglas que marcaban las proporciones ideales de la figura humana en las culturas clásicas hasta el impuesto que grava los CD vírgenes, pasando por la parte de la misa que empieza con el te ígitur y acaba con el paternóster. Aunque, eso sí, sus primeras acepciones dobles en el Diccionario de la Real Academia Española son: regla o precepto, catálogo o lista.

Los críticos, a veces, son los cítricos con una letra cambiada, y a veces no, pero siempre son muy partidarios de inventar generaciones, hacer antologías y, de vez en cuando, listas de discos, cuadros o libros que por una parte nos proporcionen un modelo y por otra nos den una orden: el resto podréis elegirlo vosotros mismos, pero estos 10, o estos 100, hay que leerlos obligatoriamente. Sin embargo, todo es relativo en lo que respecta a las verdades absolutas, y los cánones siempre son polémicos, discutibles, subjetivos, versátiles y, a menudo, y como consecuencia de todo lo anterior, efímeros. Y, sobre todo, están al alcance de cualquiera, hasta de los propios escritores, como ocurre en este caso, en el que 100 autores hemos respondido a la pregunta de EL PAÍS: ¿qué 10 libros han cambiado tu vida? Me pregunto cuántos habrán dicho toda la verdad y cuántos habrán respondido a la defensiva, pensando en el proverbio chino que dice que las palabras sinceras no son siempre elegantes y las elegantes no son casi nunca sinceras. ¿Qué habrán preferido algunos de ellos: ser francos o quedar bien? Habrá de todo, porque ya se sabe que, tal y como dijo el ganador inapelable y destacado de este concurso, Miguel de Cervantes, en esta vida "cada uno es como Dios lo hizo, y aún peor muchas veces".

Sin duda, las votaciones han dado resultados curiosos, o en algunos casos increíbles: ¿qué hace el Manifiesto comunista, por ejemplo, en el puesto 82, por delante de los sonetos de Quevedo y de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald? Claro que peor les ha ido a la Divina comedia y a la Iliada, que están en el 60 y en el 77, respectivamente, con lo cual se ve que Dante no ha cuajado por aquí; no como Homero, que ha ganado la medalla de bronce porque tiene la Odisea en el tercer lugar de la clasificación. Eso sí, Dante está al fondo de la lista, pero bien acompañado, porque tiene justo por arriba Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y justo por debajo La regenta, de Clarín. La verdad es que, en el ámbito de la literatura latinoamericana, Jorge Luis Borges les da una paliza a todos, de Gabo a Vargas Llosa, pasando por Rulfo, Cortázar y Onetti: Ficciones es el número 10 del escalafón; El Aleph, el 26; El hacedor, el 58, y hasta hay 23 autores que, haciendo trampas, han colado la obra completa de Borges como el libro que les cambió la vida, con lo cual habrá que pensar que su vida cambió muy lentamente ?aunque no tanto como la de Carlos Fuentes, que coloca La comedia humana, de Balzac, entera, con sus veintitantas novelas y sus dieciocho mil páginas, en quinta posición?, y tanto en prosa como en verso, con ensayos, novelas policiacas y obras hechas en colaboración con otros escritores, ya que todo eso publicó Borges, quien, por cierto, también reunió sus historias fantásticas predilectas en su Biblioteca de Babel, por donde pasaron muchos de los autores que salen en nuestra lista, como Melville, Poe, Robert Louis Stevenson, Henry James y, por supuesto, Kafka, aunque no Shakespeare, que aquí tampoco está entre los escapados, en cabeza de la carrera, sino con el pelotón, porque no aparece hasta los puestos 48 y 49 con El rey Lear y Hamlet, 34 posiciones detrás de la Biblia, por ejemplo. Bueno, tal vez vendría bien recordar lo que le contestó el propio Borges a una alumna de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires que le dijo que Shakespeare la aburría y le preguntó qué podría hacer para remediarlo: "No hagas nada; simplemente no lo leas y espera un poco. Lo que pasa es que Shakespeare todavía no escribió para vos; a lo mejor dentro de cinco años lo hace".

No hay que olvidar que la lista que tenemos entre manos no pretende hacer el inventario de los mejores libros de la historia, sino de los que se supone que han cambiado la vida de los autores que los leyeron, suponiendo que tal cosa sea posible. Pero, sea como sea, algunos de los resultados de la encuesta son llamativos. Por ejemplo, sorprende que, aparte de Federico García Lorca, que ocupa el número 11 con su Poeta en Nueva York, no haya ningún otro miembro de la Generación del 27, ni Luis Cernuda, ni Alberti, ni siquiera Aleixandre, que tuvo tantos discípulos mientras vivía. Aunque aún sea más notable la ausencia de Antonio Machado, al que sólo han votado cinco escritores, y entre ellos sólo un poeta, Luis García Montero, porque los otros cuatro son novelistas: Antonio Muñoz Molina, José María Guelbenzu, Álvaro Pombo y Manuel de Lope. Juan Ramón Jiménez, al menos, salva de la quema Espacio, aunque sea en el vagón de cola de la lista. Quizá todo ello, incluido lo del 27, se explique porque se ha preguntado a muchos menos poetas que narradores -lo cual no impide, sin embargo, que Harri eta herri (Piedra y pueblo), de Gabriel Aresti, cruce la meta con el dorsal 98 a la espalda-, pero ese mismo desequilibrio hace aún más impactante la desaparición absoluta de otro autor que fue muy célebre mientras estuvo a este lado del más allá, recibió elogios a granel, ocupó todas las portadas, recibio todos los premios, desde el Planeta hasta el Nobel, y que ahora, a los seis años de su muerte, no ha recibido ni un solo voto: Camilo José Cela. A nadie nos han cambiado la vida La familia de Pascual Duarte ni La colmena.

Cela escribió mucho, pero lo que escribió pesa poco, por lo visto, incluidas sus obras de mejor reputación. Otros autores, como León Tolstói, no escribieron tanto, pero sus creaciones más importantes se mantienen a flote. Eduardo Mendoza, que por cierto no ha participado en la encuesta, decía hace poco, en una entrevista publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, que Tolstói sólo tiene dos obras que merezcan realmente la pena, Ana Karenina y Guerra y paz, y aquí están las dos, la primera en la casilla número 6 y la segunda en la número 9. Tampoco le va mal a su compatriota Dostoievski, que logra un hat trick, en las posiciones 12, 13 y 55, con Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo y El idiota.

Pero no hay duda de que los grandes triunfadores entre los escritores modernos son Marcel Proust y Kafka, lo cual debe de querer decir que los escritores españoles quizá andan algo bajos de moral. El autor de A la sombra de las muchachas en flor es el único que le hace sombra a Cervantes y logra el segundo lugar con En busca del tiempo perdido. El de El proceso y La metamorfosis alcanza con ellas, respectivamente, los números 4 y 5; coloca sus Diarios en el 64, y también logran varias menciones otros libros suyos como El castillo o La muralla china, aunque no, sorprendentemente, La condena. Eso sí, resulta obvio que la pervivencia de Kafka tiene mucho más mérito que la de Proust, teniendo en cuenta que si una de las frases más célebres del segundo es que "los seres humanos no deberíamos cometer el error de pensar que el presente es el único tiempo posible", la más conocida del primero es: "Max, quémalo todo".

Las 10 primeras plazas las completan Herman Melville, con Moby Dick, y Antón Chéjov, con sus cuentos. No está mal esto último, si tenemos en cuenta la forma en que se burlaba de la fama el creador de Tío Vania, La gaviota y El jardín de los cerezos: uno de sus cuentos es la historia de un hombre que llega una noche a su casa lleno de heridas, pero feliz porque le acaba de atropellar un coche de caballos en una plaza de Moscú. Su familia, estupefacta ante la alegría que parece sentir mientras la sangre le corre por la piel y empapa sus ropas destrozadas, le pregunta cómo es posible que esté tan contento, y él responde: "Pero ¿es que no os dais cuenta? ¡Mañana mi nombre saldrá en todos los periódicos de la ciudad!".

Para los amantes de los análisis de género resultará aparatosa la proporción de mujeres que ha dado la lista de los 100 escogidos, en la que sólo hay cinco escritoras: Carson McCullers, Emily Dickinson, Virginia Woolf, Jane Austen y Simone de Beauvoir; la primera, en el puesto 28, y la compañera de Sartre, en el último, el 100. Claro que entre los encuestados hay 23 mujeres y 77 hombres, pero eso, naturalmente, no tiene ninguna influencia. Almudena Grandes, por ejemplo, sólo pone a tres mujeres en su lista: Louise May Alcott, la autora de Mujercitas; Ana María Matute, con Los hijos muertos, y Carmen Martín Gaite, con Usos amorosos de la posguerra española. Rosa Montero, a otras tres: Mercè Rodoreda, George Elliot y Selma Lagerloff. Y la propia Ana María Matute, sólo a una: Emily Brontë. Por cierto, que como la autora de El corazón helado reserva un puesto en su clasificación para Habitaciones separadas, un libro de su marido, Luis García Montero, y éste, a su vez, le hace hueco a Las edades de Lulú, que tal vez cambiaron sus vidas porque los llevaron al uno hacia el otro, me pregunto a cuántos de los autores seleccionados les hubiesen gustado sus seleccionadores. Apostar siempre es ponerse en peligro, pero me juego algo a que a Kafka le habría caído bien Juan José Millás; Proust pudiera haber congeniado con Javier Marías; a Balzac y Thomas Mann no les habría importado tratarse con Mario Vargas Llosa; Dostoievski se habría encontrado en su salsa con Juan Gelman, y es posible que a Samuel Beckett le causase buena impresión Justo Navarro, aunque quizá lo encontrara un poco raro. Otras relaciones me parecen más que improbables, pero prefiero reservarme mi opinión. Además, sólo era un juego. Eso sí, hay quienes en ese juego se lo habrían puesto difícil a sí mismos, como Ray Loriga: J. D. Salinger, Joseph Conrad, Cormac McCarthy, Vladimir Nabokov. Vamos, unas peritas en dulce.

Elegir es descartar, y uno observa divertido el sufrimiento de algunos colegas a la hora de dejar fuera de su lista a algunos de sus autores predilectos. Hay quien intenta salvarlo con el ardid de meter las obras completas de alguno, para matar así todos sus pájaros de un tiro, como hacen Gustavo Martín Garzo con las de Kafka; Marta Pesarrodona con las de Federico García Lorca; Julián Rodríguez con las de Onetti; Agustín Fernández Mayo con las de José Ángel Valente; Clara Janés con las de Shakespeare; Soledad Puértolas con las de Baroja; Carlos Monsiváis, Nuria Amat y Horacio Vázquez Rial con las de Borges, o Isaac Rosa con el teatro de Bertolt Brecht.

Otros entregan los libros atados por parejas, como José Manuel Caballero Bonald, que le da el 2, el 3 y el 4 de su selección a las Soledades y la Fábula de Polifemo y Galatea, de Luis de Góngora; el Quijote y el Persiles, de Cervantes, y las Iluminaciones y Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud. O como Javier Marías, que junta Ricardo III y Macbeth en el primer puesto de su lista, y El corazón de las tinieblas y El espejo del mar, de Joseph Conrad, en el tercero.

Santiago Gamboa y José Carlos Llop cuelan todo El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, igual que otros empujan para que les quepa todo Balzac o todo Proust. Y Juan Marsé avisa de que aquí y ahora se decide por esos 10 títulos de Stendhal, Robert Louis Stevenson, Flaubert, Kafka, Juan Rulfo, William Faulkner, Scott Fitzgerald, Luis Cernuda, Pío Baroja y Albert Camus, pero que también podrían haber sido otros, y de esa forma, a base de hacerse el enfadado, gana a estas páginas sitio para otros cuantos libros. En resumen, que el problema no es con qué te quedas, sino a qué renuncias. Igual que en el resto de la vida.

La pregunta de EL PAÍS parece sencilla, pero tenía trampa. ¿Qué 10 libros han cambiado tu vida? Eso quiere decir que lo que se trataba de saber era, entre otras cosas, qué obras y autores nos habían abierto la puerta de la literatura o metido en la sangre la vocación de escribir. No se trataba de saber cuáles nos gustan más, nos han influido más profundamente o consideramos más importantes. Por eso es rara la poca presencia de libros infantiles o juveniles, que son los primeros que suelen llamar la atención y marcar la línea de salida del futuro.

Si miro mi propia lista, me doy cuenta de que no dice toda la verdad, porque empieza muy tarde, con los autores y las obras que leí cuando ya sospechaba que iba a intentar ser escritor. Pero, ¿y antes de eso? ¿Dónde están los libros de Los Cinco, de Enid Blyton, o los de Walter Scott, como Ivanhoe y La flecha negra? ¿Y Robin Hood? ¿Y las novelas de Salgari, y las de Julio Verne? ¿Y la poesía de Garcilaso de la Vega, un poco más adelante?

A los demás les habrá pasado algo parecido, pero tampoco tiene mucha trascendencia, porque puede haber por ahí alguno más pretencioso, pero estoy seguro de que todos ellos pasaron más tiempo del que pueda creerse pensando su lista; todos miraron sus bibliotecas con cuidado para asegurarse de que no cometían un olvido que luego iban a lamentar, y ninguno de ellos se tomó a broma el encargo. Y todos van a leer estas páginas con lupa por dos razones: para ver qué han dicho sus colegas y para comprobar qué suerte han corrido sus escritores, esa gente que tal vez haya cambiado su vida y tal vez no, pero que, en cualquier caso, los ha acompañado desde el principio, ha ido con ellos a todas partes, porque un escritor no tiene una sombra, sino muchas: sombras escritas que se llaman Kafka, o Cervantes, o Proust, y sin las que el cuerpo que las proyecta no sería nada. Sé que les habrá costado elegir, pero eso sólo demuestra que, además de buenos escritores, son buenos lectores. Más triste hubiera sido no tener dudas, porque el que no duda es que no tiene dónde elegir.

martes, 12 de agosto de 2008

Un regalo para Benjamín

No, este no es un blog sobre Ángel González, pero sí sobre Benjamín Prado. Por y para él. Seguro que le gusta este pequeño tributo que el Metro de Madrid le ha dedicado al poeta asturiano, amigo de Benjamín Prado, Ángel González.

Esta imagen corresponde a unos carteles que de vez en cuando Metro de Madrid coloca en los vagones para fomentar la lectura. En algunos casos son primeras páginas, en otros poesías, en otros fragmentos... Este cartel, que cualquier viajero puede ver en algunos vagones (yo lo ví en la línea 10), corresponde al poema que Benjamín Prado leyó en el homenaje que se hizo en Rota a Ángel González.

Juan Urbano, que ya nos ha contado que ahora anda en Rota, quizá no lo haya visto aún, aquí se lo adelantamos.


En tránsito.

Así estoy, impresionado y agradecido (además de exhausto por las vacaciones de las que necesitaré un par de semanas más para recuperarme). Impresionado por la verborrea literaria de Benjamín Prado este verano, lo que no deja de ser una noticia extraordinaria, y agradecido (enormemente) por los comentarios del propio Benjamín Prado en este blog. Comentarios que, como doblones, van entrando en este cofre que no es sino una isla en un mar digital. Un tesoro que engorda cada día, y que está a disposición de todos aquellos piratas y navegantes que pongan el pie en ésta, su casa.

Dejé programadas unas entradas para que el blog siguiera vivo durante el periodo estival (Entre ellas la del pasado jueves, que acabo de actualizar). Pero afortunadamente he podido conectarme y he visto que está más vivo que nunca.

Benjamín Prado, el mismo que da nombre al blog, el de verdad, el escritor (sí, a mi también me parece mentira), ha dejado una serie de comentarios, que quiero traer a primer plano:

- Al primer fragmento de "La sangre nunca dice la verdad", Benjamín respondió con un artículo suyo que publicó el mismo día 4 en El País, y que a partir de hoy también está colgado en esta página.

- Al prólogo de Benjamín Prado, al libro ¿Quién nos cortará las uñas cuando hayamos muerto?, el autor nos cuenta la historia de ese prólogo, que se publicó en este blog el sábado 9 de agosto, y que Benjamín comentó ese mismo día.

En ese mismo prólogo nos avanza cuáles son sus siguientes textos.

Por un lado el clic, una sección que comenzó el pasado domingo en El País , (y que no puedo actualizar porque en Rhodas no pude comprar El País, aunque lo tengo encargado en Madrid para cuando regrese y pueda actualizarlo todo completamente. Por ahora solo puede leerse el texto).

Por otro un extenso y apasionante artículo sobre "una encuesta que habla de los cien libros que le cambiaron la vida a cien escritores de nuestro idioma", como él mismo dice en el comentario. Todo ello se irá actualizando en este blog. El día 13 este artículo.

Gracias Benjamín por escribir tanto y tan bueno. Por cierto, si esperas que nos gusten... aciertas, nos gustan.

lunes, 11 de agosto de 2008

El clic. SIn imagen

Me pregunto yo... ¿tiene algún sentido publicar el texto que Benjamín Prado escribe cada domingo basándose en una imagen, si no pones la imagen?

A mi me gustaría ponerla, pero aún no la tengo (el verano es esa época en la que incluso comprar el periódico se convierte en una aventura). Así, que mientras la consigo... haré como El País, aquí va el texto al 2º clic de Benjamín Prado.

El vuelo de la libertad.
Por Benjamín Prado. El clic. El País.
El ser humano quiere volar por lo mismo que nada o cocina, para someter a otro elemento y dirigir el aire, el agua y el fuego como dirige la tierra; pero también para saber lo que es la libertad; y ese muchacho que en la imagen se eleva con su monopatín bajo el puente que une la calle de Juan Bravo con la de Eduardo Dato sobre la Castellana, parece que saltase para cambiar de idioma o de especie, para ser durante unos segundos una letra china o un insecto, pero también para convertirse en otra pieza de La sirena varada, que es la escultura de Eduardo Chillida que hay a su derecha. ¿Sabrá que esa obra fue alguna vez un símbolo de la lucha contra la dictadura o vivirá, como tantos españoles nacidos en la democracia, al margen de la historia de su país?
En el aire no existen la geografía ni los callejeros, y por lo tanto ese niño no está ahora en ninguna parte; pero cuando aterrice volverá a estar en el Museo de Arte Público de Madrid, que fue ideado por el artista Eusebio Sempere y alberga obras de Joan Miró, Alberto Sánchez, Pablo Serrano, Martín Chirino, Manuel Rivera, Pablo Palazuelo, Julio González, Gustavo Torner o Gerardo Rueda, entre otros. La sirena varada se convirtió en un emblema porque el alcalde franquista que había en el Madrid de 1972, que es el año en el que debía de haberse inaugurado el museo, hizo que la retiraran, aduciendo razones de seguridad en contra del informe de los ingenieros municipales. El verdadero motivo de la censura lo aclara en nuestra imagen la naturalidad con que La sirena varada asimila al niño del monopatín: Chillida hacía volar al cemento, y eso debió de parecerle subversivo a las autoridades de la época. La apertura tuvo que esperar hasta 1979.

Sin embargo, también hay algo inquietante en la fotografía, y es el resto del cemento que se ve en ella, el que no es una obra de arte ni una victoria sobre la ley de la gravedad. Porque mientras dure su vuelo, el niño estará en otra esfera, a salvo del mundo real, convertido transitoriamente en una pieza de museo, y ésa es la causa de que combine tan bien con la creación de Chillida y con el edificio reflejado en los cristales del fondo, en los que quiere ser una casa de Gaudí o un cuadro cubista; pero no parece que su alegría tenga mucho que ver con la tristeza gris del paisaje urbano que lo rodea, al que sólo alivia el verde de unos setos entrevistos al fondo. ¿Por qué no hay árboles? ¿Por qué es todo tan árido? Cuando las ruedas de la tabla caigan sobre el piso, se oirá un golpe desagradable, seco, el sonido de un mundo en el que no existen la sombra ni los jardines. Ése será el final de la escena, pero no necesariamente su fin, porque ha quedado grabada por las dos cámaras que vigilan al niño y apuntan hacia él desde las alturas, como si fuesen los cañones de una escopeta de caza con un pájaro en su punto de mira.

El diario ABC tiene la verdad 2

Segunda entrega...

La sangre nunca dice la verdad (2)
Por Benjamín Prado. ABC

Cada mañana, Qamar se levantaba a las cinco, se vestía sigilosamente para no perturbar el sueño de sus parientes, que dormían en cualquier parte, en tresillos, literas y colchones tirados en el suelo, y media hora más tarde, tras beber una o dos tazas de té con hierbabuena, salía a unas calles aún oscuras, caminaba dos kilómetros hasta la estación de metro más próxima, hacía tres
transbordos y, finalmente, tomaba un autobús que la dejaba a la entrada de la urbanización, donde los dos criados argelinos, Yemal y Zinedine, la recogían con su furgoneta, a las siete en punto. A las ocho, cuando los señores se levantaban, Qamar ya les tenía preparada una buena cafetera humeante, dos huevos pasados por agua, tostadas con aceite de oliva y una bandeja de
fruta, pelada y cortada, que don Cosme solía tomar con yogur y cereales.

Qamar nunca le había dicho nada de su vida extramuros, de sus parientes ni de su pequeño piso suburbial a don Cosme y doña María Luisa, ni ellos tampoco le habían preguntado, de forma que aquella tarde, cuando su primo Wassid llevó a su hijo a la casa, ella se sintió de inmediato nerviosa, cohibida y como a punto de ser descubierta en falta. Le dijo febrilmente a Abdul que se
sentase en un rincón de la cocina y se estuviera quieto, mientras ella comenzaba con los preparativos de la cena.

Aquella tarde, sin embargo, el joven Íñigo entró en la cocina en cuanto regresó del colegio, cosa que no solía hacer a menudo, a buscar una taza de cacao, o algo por el estilo, y descubrió a Abdul. Qamar, azorada y restregándose las manos en su delantal, presentó a los niños y empezó a balbucir una disculpa.

-Mire, señorito Íñigo, es que Abdul sólo va a la escuela por la mañana; por las tardes los cuida mi madre, pero hoy...

-Es genial -le interrumpió Íñigo-, no sabía que tuvieras un hijo. Qué nombre tan raro, Azul...

-No, no es Azul, señorito, disculpe si se lo dije mal, es Abdul; pero no se preocupe, en unos minutos, en cuanto lleguen Yemal y Zinedine, antes de que regrese el señor...

-Abdul -volvió a cortarla Íñigo-... Oye, Abdul, ¿quieres venir al jardín a jugar conmigo? Te puedo enseñar mi cabaña. Está debajo de un sauce. Tengo un televisor a pilas y un telescopio. Ah, y también una diana.
El niño marroquí aceptó y, mientras los dos salían, Qamar se tapó la boca con la palma de la mano iquierda, mientras con la derecha, sintiéndose desfallecer, se apoyaba en el frigorífico. Era una de esas neveras sofisticadas que tienen un mínimo dispensario de hielo por el que salen los cubitos directamente al vaso, cuando aprietas una pequeña palanca, y la atribulada cocinera fue a apoyar uno de sus dedos justo en ese artilugio, de forma que empezaron a salir piedras de hielo, dándole un susto terrible. Las recogió, las echó al fregadero y despúes de mirar aprensivamente, otra vez, hacia el jardín, se arrodilló para secar el agua con una balleta. Por el aspecto asustadizo de sus ojos, se diría que estaba enjugando las babas de un perro del infierno.

En la cabaña, Íñigo había descubierto que Abdul era un compañero maravilloso que no paraba de contar historias e inventar las más increíbles aventuras: durante las dos horas que pasaron juntos, estuvieron en la selva del Amazonas, derrotaron a los turcos en Bagdad, fueron apresados en Pekín, sobrevivieron durante semanas en un oasis del desierto del Sahara, cazaron elefantes y tigres en Kenia y abordaron un barco lleno de oro en el mar Caribe, fueron capaces de huír de una oscura mazmorra de Teherán y vencieron a unos asesinos en Argel. Al final de todo eso, en cuanto empezó a caer la noche, oyeron llegar el BMW de don Cosme y la voz tensa de Qamar, que buscaba a su hijo para volver a casa.

-Ahora -dijo Abdul, arrancando un dardo de la diana-, si tú quieres, nos haremos hermanos de sangre.

-Sí quiero -contestó Íñigo.

Abdul clavó la punta del dardo en el pulgar de su nuevo camarada y le pidió que él le hiciera lo mismo en el suyo. Después, juntaron las yemas de los dedos, mezclando su sangre.

-Nunca nos traicionaremos uno al otro -sentenció Íñigo.

-Nunca jamás -dijo Abdul.

sábado, 9 de agosto de 2008

Un prólogo de uñas

Benjamín Prado prologa, de vez en cuando, y cuando lo hace dota al libro de un plus que le hace digno de que lo tenga en cuenta. En esta ocasión he encontrado el prólogo del libro de Ferran Barber, titulado "¿Quién nos cortará las uñas cuando hayamos muerto?".



Prólogo de ¿Quién nos cortará las uñas cuando hayamos muerto?, de Ferran Barber.

Por Benjamín Prado.



Sobre alguien de cuya vida no hay nada que contar, también se puede escribir una novela, y esa es la idea que Ferran Barber, el autor de ¿Quién nos cortará las uñas cuando hayamos muerto?, parece compartir con Albert Camus, con Dostoievsky, John Cheever y tantos otros escritores que, a base de contar la historia de alguien a quien no le sucede nada especial, han terminado contando la Historia de este mundo lleno de silencios, personas al margen y horas vacías.


Al protagonista de esta novela no le gusta estar donde está, ser parte de su familia ni llevar los zapatos que su padre quiere que lleve, como si creyera que unos zapatos son la negación del camino. Y lo que necesita él es justamente eso, un camino por el que huir, una manera de evitar que su vida sólo se mueva hacia atrás y hacia los lados. Hay ocasiones en las que el único modo de no morir de aburrimiento o decepción es atreverse a vivir contra la vida, tal y como él mismo dice, seguramente por encontrar palabras que lo ayuden a abrirse paso entre la maleza de la decepción.


Es curioso que esta novela haya querido ser a la vez dos novelas distintas y que la segunda también pudiera habérsele ocurrido a Conrad o a Rimbaud. Sobre todo, al Conrad de El corazón de las tinieblas, aquel que hizo a Coppola imaginar la muerte de Kurtz como el degollamiento de un buey, del mismo modo que en ¿Quién nos cortará las uñas cuando hayamos muerto? el protagonista descubre la muerte disparando a un cerdo. Y a Arthur Rimbaud no porque se fuera a África huyendo de todo lo que no es África en este mundo, exactamente igual que hace aquí­ el muchacho llamado Silver, sino porque lo hizo para intentar encontrar a esa otra persona que creía ser y que tan mal se llevaba con la persona que los demás creían tener derecho a exigirle que fuese. "Yo soy otro", escribiría Rimbaud. y Silver cree eso mismo y lo repite con frecuencia: No soy yo, yo no me llamo Silver, sólo ocupo su cuerpo.


De hecho, Silver no se llama realmente Silver, tal vez porque en lugares tan huecos como el sitio en el que vive uno tiende a inventar nombres que lo separen de su destino, y ésa es la razón de que en esta novela los personajes se llamen Chantal, Walter, Gump, el hijo del Armenio, Bernard, el doctor Muerte, Dos Vagones...


Claro que Rimbaud es el nombre de un poeta francés pero también es el nombre que le puso a su primera guitarra eléctrica Bob Dylan, quien, cuando fue preguntado por las razones que le llevaron a adoptar ese apellido, respondía simplemente: "No hay nada que explicar, yo no me habríaa puesto ese nombre si no hubiera sido esa persona." Silver también podría haberse llamado El Otro Rimbaud, hasta el punto de que acaba con algo clavado en la pierna que podrí­a dejarle sin ella, como al autor de Una temporada en el infierno.


Vale, sin duda Silver es un joven difí­cil, pero nadie que lea esta novela podría acusarlo de ser conformista y hasta es fácil que algunos acaben apreciándolo: "Si me conocieran de verdad coincidirían en que soy un chico listo", dice, y no sería yo quien le quite la razón. Y, si me permiten un consejo, les voy a recomendar que lean esta novela porque les van a entrar ganas de sentarse a esperar a que su autor escriba la siguiente. Está llena de cosas que recordar.

jueves, 7 de agosto de 2008

¿Hoy es jueves? Hoy Benjamín

Como cada jueves encontramos a Benjamín Prado en las páginas de El País , en la sección de Madrid.

Encontrarle es fácil, o pinchar aquí o buscar su nombre desde aquí.

Aquí tenemos (aunque con algo de retraso, el artículo de cada jueves). Por cierto, Benjamín, recién aterrizado (y nunca mejor dicho) en Madrid. Has vuelto a lograr lo que a menudo me pasa con tus textos, en los que soy capaz de leer mis pensamientos. (Qué paradoja son los aeropuertos, a los que vas para que las aerolíneas te lleven volando al infierno).

En verano, infierno se dice aeropuerto.
Por Benjamín Prado. El País.

Lo peor de todo es que la historia que contaba el diario era la misma de siempre, sólo que con otros nombres. Esta vez la culpable era AENA, la entidad que gestiona los aeropuertos españoles, y las víctimas, dos mujeres argentinas que pretendían llegar a Granada y a las que al aterrizar en Barajas nadie prestó el Servicio de Asistencia a Personas con Movilidad Reducida que habían solicitado porque una de ellas padece una incapacidad psíquica. Ningún empleado de Iberia o Eulen, que son las empresas que tienen subcontratada esa tarea, las ayudó; perdieron el vuelo de Madrid a Granada; un delincuente ocasional, es decir, una de esas personas que son honradas sólo hasta que se les presenta la ocasión de no serlo, las timó cien euros y, finalmente, tuvieron que hacer el viaje a Andalucía en autobús, cargadas de maletas. Bienvenidas a España.

El problema es que eso ocurre cada día, y los aeropuertos y compañías aéreas siguen sin cumplir con sus obligaciones; abusan de los viajeros; les dejan en tierra aunque hayan pagado sus billetes; les llevan presos en unos asientos incómodos e insanos en los que no hay espacio para las piernas; les pierden el equipaje; les hacen sufrir retrasos inauditos; les tratan como a ganado, y, por lo general, sólo son amables con ellos a la hora de sacarles dinero, lo cual hacen desde el instante en que compras el pasaje hasta dos segundos antes de llegar a tu destino, porque ahora que no te dan nada gratis en ellos, ni un vaso de agua; los aviones se han transformado en un bazar con alas en el que te intentan vender algo todo el tiempo: comida, bebida, regalos y, en algunos vuelos internacionales en los que están obligados a darte de comer, hay compañías como Air Europa que hasta te alquilan los auriculares para ver la película.

Al llegar el verano, los aeropuertos son un infierno con megafonía, y la gente deambula por sus salas como por un mal sueño. Vas a Barajas y ves tantas caras de desesperación, tantos rostros donde desaguan el cansancio, el nerviosismo y la ira, que te quedas impresionado de la cantidad de ciudadanos a los que les amargan las vacaciones y sorprendido de que no exista autoridad o ley que detenga este abuso que, en realidad, se ha hecho tan frecuente que se acata como algo normal; y lo contrario, que un vuelo salga y llegue a su hora, se considera una excepción y una sorpresa. Qué increíble.

Siempre que puede, Juan Urbano va en tren, que es mucho mejor porque, por lo general, en la Renfe te atienden de maravilla, no te dejan tirado en el andén y cumplen sus horarios; pero se enteraba por el periódico y por lo que le contaban los familiares y amigos que iban a visitarle a la playa de Rota, Cádiz, donde pasa el mes de agosto, de las catástrofes aéreas que sufren los pasajeros cuando aún están en tierra y en Barajas.

Alguna vez pensó en dibujar un mapa de Madrid en el que estuvieran representados los lugares que, a su juicio, parecen estar al margen de la ley o, como mínimo, de la realidad, y sabía que si lo hiciese en él tendrían un gran espacio pintado de rojo las cuatro terminales de Barajas, al lado de los aparcamientos, los bancos, las compañías telefónicas, las autopistas de peaje y, en fin, todos esos negocios que te esquilman a base de cobrarte lo que no te dan, no darte lo que has pagado o hacerte pagar dos veces por lo mismo. Parece un trabalenguas, pero no es un juego, porque no tiene gracia y sale demasiado caro.

La verdad es que llega el verano y tener que ir a Barajas es una pesadilla, de modo que en lugar de cargar las maletas en el taxi y atravesar sonriendo la M-40 o la calle de Cea Bermúdez, porque uno va a tomarse un descanso y a ser 30 días feliz a la orilla del mar o, como en el caso de esas dos mujeres que llegaban a Madrid desde Buenos Aires y a las que el avión se les hizo un autobús como a Cenicienta se le convierte la carroza en una calabaza, uno va lleno de miedo, rezando para que le dejen embarcar y él y sus maletas lleguen a tiempo a su destino. Qué increíblemente lento es el transporte más rápido del mundo.

lunes, 4 de agosto de 2008

El diario ABC tiene la verdad

Semanalmente publicamos los artículos de Benjamín Prado en El País (cada jueves en la sección de Madrid), o los de la Eurocopa (futbolero, aunque madridista); también publicamos su portada de El Mundo, el día 12 de marzo, por su crítica a Aznar por la guerra de Irak. Pero nos faltaba un medio en el que Benjamín también ha escrito, un medio con solera, ABC.

En este diario el escritor madrileño publico uno de sus relatos más famosos "La sangre nunca dice la verdad". Un relato que dividió en tres y que respetaremos. Aquí tenemos la primera de las entregas. Disfrutadlo.

La sangre nunca dice la verdad
Por Benjamín Prado. ABC


Esta es una de esas historias que no merecen ser verdad.
Ustedes ya la conocen, lo sé; pero tengo que contársela de nuevo, para que no la olviden. Como recordarán, es una de esas historias que comienzan cuando la palabra todo se cruza con la palabra nada y la segunda tira de la primera hacia su reino aciago.Y entonces, todo se vuelve dañino y oscuro.


De acuerdo, quizá todo nunca es una palabra demasiado grande, porque los que lo tienen todo siempre quieren un poco más, siempre luchan por añadirle algo a todo, por llevar la frontera de todo más lejos y extender sus aguas territoriales; pero eso qué importa, las palabras no son como los números, no buscan soluciones exactas, ni tienen decimales, múltiplos o potencias, sólo sirven para entendernos por aproximación y ustedes me van a entender si yo les digo que, a sus nueve años, Íñigo Salvatierra lo tenía todo y era un niño feliz, tal vez porque la felicidad es lo contrario de los deseos y él jamás tuvo un deseo; o no lo tuvo el tiempo suficiente, ese tiempo que hace falta para que lo deseado se multiplique y su levadura crezca dentro de nosotros, su destello nos ciegue, es decir, que al mismo tiempo nos maraville y nos haga daño, y su supuesta perfección haga parecer el resto de las cosas del mundo un simple además, un modesto etcétera.


No, Íñigo no había tenido a lo largo de su corta vida un deseo insatisfecho y, en la mayoría de las
ocasiones, sus familiares habían conseguido satisfacer cualquiera de sus anhelos -déjenme llamarlos así, con esa palabra que parece estar un grado por debajo de deseo y, qué duda cabe, a mil kilómetros de necesidad- cuando probablemente ni siquiera él mismo estaba aún muy seguro de que la visita al jardín zoológico o al parque de atracciones, la comida o el jugete sobre los que había hecho algún comentario le importasen de veras; y, de hecho, gran parte de su anacarada existencia consistía en una suma de juegos apenas usados, ropa sin estrenar y manjares a medio comer que las manos silenciosas de la servidumbre, compuesta por dos criados argelinos y una cocinera marroquí, retiraban de las mesas con rapidez y sin dejar rastro. Así era su mundo: un lugar liso, sin imprefecciones; una carrera en línea recta, sin enemigos ni obstáculos. Y sin riesgos, naturalmente: no se puede perder si se sabe el número antes de tirar los dados.

Cuando no estaba en la mansión familiar, Íñigo seguía disfrutando de la misma vida rutilante que iba unida al apellido Salvatierra, siguiéndolo donde fuese como la cauda de un cometa, y no había en todo su barrio, en su colegio o en las casas de sus iguales una sola persona que no lo recibiera con una sonrisa y una frase amable, que no agitara su rubia cabeza con los dedos o le ofreciese zumos, golosinas, emparedados, cualquier cosa que pudiera agradar al encantador heredero, que por añadidura era un chico dulce, simpático y de educación exquisita.

Cada vez que Íñigo se acercaba a la pastelería de Charo, que estaba a unos doscientos metros de su casa, a comprar rosquillas de chocolate y cromos, la dueña le regalaba un caramelo o un helado; cuando iba al quiosco que había un poco más adelante a comprar los tebeos de la semana, el hombre que se los vendía, un anciano llamado Agapito, le preguntaba por sus estudios y le daba recuerdos para su madre, doña María Luisa; en el Café Milán, que estaba en la plaza comercial de la urbanización, solían ofrecerle una Coca-Cola cuando estaba cansado de montar en bicicleta y tenía sed, no te preocupes, ya la pagará tu padre cuando se pase, no faltaría más; y esas atenciones se repetían allá donde fuese. Desde luego, la vida de Íñigo era un lugar confortable y blindado. ¿Porqué no iba a serlo? ¿Acaso no trabajaba su padre, el cirujano Cosme Salvatierra, nueve horas diarias para poder pagar los lujos de que disponían? ¿No estudió sin descanso mañanas, tardes y noches, según le gustaba repetir, en la Facultad de Medicina y en la de Derecho hasta doctorarse en las dos carreras? ¿No había luchado como un jabato para llegar a dirigir el hospital en el que entró como doctor suplente y seguía manteniendo su consulta privada abierta, de lunes a jueves y de cinco a ocho?


-Haz tu propia montaña, hijo -solía decirle-, y así nadie te podrá culpar por vivir en su cumbre.

Una tarde, la cocinera marroquí, que se llamaba Qamar, llevó a su hijo Abdul a casa de sus patrones, pues su madre estaba enferma y no podía cuidarlo como siempre. Qamar vivía con su familia, muy lejos de la urbanización de los Salvatierra, en un piso diminuto del extrarradio de la ciudad, que habitaban, además de su madre, su hijo y ella, su marido, Kebdani, sus hermanas Naima y Karima, sus primos Mohamed y Wassid, la esposa de éste, Manat, y sus hijos Kamil, Mahmud, Abdelkader y Omayma.