lunes, 27 de septiembre de 2010

Invertir en años

Dirige una revista, está escribiendo un libro de poemas, y una novela. Tiene tiempo hasta para, semanalmente, opinar de los temas que suceden en Madrid. El País es su tribuna, Juan Urbano su alter ego, este su texto del pasado jueves.

O eres un corredor o eres un obstáculo.
Por Benjamín Prado. El País.

"Uno vale lo que puede pagar", dice Juan Urbano, "y cuando deja de producir, ya no vale nada". Y lo cierto es que no puedes dejar de estar de acuerdo con él cuando lees la noticia de lo que acaba de ocurrir en un geriátrico de Ciempozuelos, donde un hombre se olvidó a dos ancianos dentro de una furgoneta, a la puerta del centro, y cuando volvió a reparar en ellos ya habían pasado diez horas y estaban muertos. La explicación del acusado de homicidio imprudente es que se le fueron de la cabeza. Así de sencillo: alguien lo entretuvo y lo distrajo en el instante en que tendría que haberlos ido a buscar; y después recuerda que lo llamaron por teléfono; que fue a organizar una fiesta a una finca de sus padres; que de vuelta a la residencia, tuvo que atender a los hijos de otro paciente que iban a recoger sus medicinas; que cuando necesitó ir a la farmacia como cada día, usó su coche particular, en lugar del de la empresa, donde seguían atadas y al sol las víctimas; que luego se fue a ayudar en otra de esas fiestas que son el negocio familiar; y otra vez al geriátrico, y una más a la finca, donde se celebraba una capea... Sumas todo ese movimiento y la inmovilidad de las dos personas atadas en la furgoneta, y el resultado son dos cadáveres.

Las residencias son la expresión más dura del apartamiento que sufren los ancianos
La verdad es que es un ejemplo tremendo del nivel de egoísmo al que han llegado estas sociedades que por arriba llegan a la Luna y a Marte y por abajo cada vez tienen más sucias sus cloacas. Lo que simbolizan esos dos ancianos de quienes nadie se acordó durante diez horas es el papel de seres inútiles, y en consecuencia molestos, que le reservamos a los viejos en un mundo feroz, sin tiempo y sin matices, donde vivir es competir y en el cual, por lo visto, solo se puede ser o uno de los corredores o uno de los obstáculos. No hay más que entrar con una escoba en la mano en los discursos del 90% de los políticos que hablen de la Seguridad Social o de las pensiones y barrerles la retórica para ver que lo que queda es esto: "Claro, es que la gente se jubila y se empeña en no morirse, sin reparar en lo que eso nos cuesta a los demás, y así no hay manera". Qué razón tiene Juan Urbano: aquí, en cuanto dejan de sonarte las monedas en los bolsillos, empiezan a oírse las campanas de tu funeral.

Las residencias son la expresión más dura del apartamiento que sufren los ancianos, y aunque naturalmente haya muchos caminos hacia ellas y muchas razones para que existan esos negocios, nadie negará que incluso la más lujosa de todas se parece más a un lugar donde ir a morir que a un lugar donde seguir viviendo. Pero, en general, en nuestras sociedades, que se basan en el optimismo del porvenir y en la pelea por el futuro como si allí no nos estuviese esperando una tumba, no hay sitio para descansar ni espacio para los seres usados, y por eso lo que se les dice, aunque sea con otras palabras, es que sean responsables y se quiten de en medio, que no interrumpan, que le dejen su plaza al siguiente de la lista. Los músicos siempre cuentan ese chiste que pregunta cuál es la diferencia entre un ataúd y un bajo y responde que en el segundo el muerto está fuera, y en el fondo el caso del que hablamos es parecido: la única diferencia entre los dos fallecidos de Ciempozuelos y muchos otros es que ellos estaban fuera del geriátrico.

Mientras ustedes leen las últimas líneas de este artículo, Juan Urbano y yo salimos de la cafetería en la que acabamos de desayunar y nos vamos calle arriba, hacia nuestros trabajos, preguntándonos por esas dos personas de la furgoneta. ¿Cuál sería su historia? ¿A qué se dedicaron de jóvenes? ¿Por qué estaban allí? ¿Quiénes fueron cuando aún podían valerse por sí mismos? ¿A cuántas personas cuidaron? ¿Cuánto dinero les descontaban cada mes de sus nóminas? Son muchas preguntas, y ninguno de nosotros tiene la más mínima duda de que nadie se va a molestar en intentar contestarlas. Hay muertos mucho más importantes en los que invertir.

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