jueves, 25 de diciembre de 2008

Odio la Navidad

La postura de Benjamín Prado frente a la Navidad es bastante radical en este texto. Quizá tras los excesos navideños que acabamos de pasar y que aún sufrimos seamos muchos los que nos sumemos a su titular.
Odio la Navidad.
Por Benjamín Prado. El País. 08/12/2005

Vamos a llamar al protagonista de esta historia, una vez más, Juan Urbano, y situaremos la acción en ahora, aquí y ya mismo, sin ir más lejos. O sea, que Juan Urbano caminaba por las calles de Madrid y era casi Navidad, los árboles estaban llenos de bombillas blancas, la gente sin trabajo trabajaba de San Nicolás o de Rey Mago y los escaparates de las tiendas resplandecían de tal forma que todo lo que había en ellos, daba lo mismo si se trataba de una pluma estilográfica, una cubertería o las obras completas de Ortega y Gasset, daba la impresión de ser parte de un tesoro. Por los altavoces sonaban canciones y anuncios publicitarios que le hacían pensar lo acertado que resulta que Belén rime con almacén. O al menos así es como lo veía Juan Urbano, un hombre que, básicamente, odiaba la Navidad, una palabra que tiene dentro las letras de "vida" y "divina", pero también las de "ávida" y, sobre todo, las de "invadid". ¿Significa eso algo? En su opinión, lo significaba todo.

Cuando Juan Urbano paseaba por ese Madrid decorado de Oriente Medio, no veía nada que le recordase a Jerusalén, sino que todo le recordaba a Las Vegas, o algo por el estilo, porque él no encontraba en todo aquello más que caridad envuelta en papel de regalo, gente que sabía ponerle una vela a Dios y otra al diablo a base de llorar por los niños pobres mientras masticaba cigalas y, en general, una ciudad que era la Torre de Babel al revés, un lugar en el que no se hablaba más que un idioma: el del dinero. Eso lo convertía en un disidente, un aguafiestas y, dependiendo de con quién hablara del asunto, hasta en un blasfemo, que es lo que le llamó en una ocasión un fundamentalista religioso al que dijo que el único milagro en el que él creía era en el de la Virgen del Pilar, que se apareció el siglo I sobre una columna del siglo XVIII. El otro, que era uno de esos creyentes cuya fe no se resquebrajaría ni aunque se descubriera la frase Made in Hong-Kong en una esquina de la Sábana Santa, lo miró como si pensara que le hubiese gustado quemar su corazón impío en un horno de asar castañas.

Los periódicos de la ciudad de Juan Urbano eran los mismos que los de la nuestra, de modo que en una página pudo leer la historia de dos ancianos que habitaban, desde hacía 24 años, un piso de 15 metros cuadrados de la calle Sombrerete, en Lavapiés, y a los que iban a desahuciar en menos de una semana por haber sido declarado en ruinas el edificio en el que estaba su, llamémosle, casa. Como buenos personajes de una novela de Dickens, ellos eran pobres pero bravos, de modo que, por un lado, pensaban convertir su hogar en una Numancia en miniatura y resistir el acoso de la ley, y por el otro lado, que es el lado de las esperanzas, confiaban en la buena fe del Ayuntamiento para que sus responsables evitasen que pasaran la Nochebuena a la intemperie y dentro del embalaje de cartón de una nevera, como tantos otros.
Unas páginas más allá, otro artículo hablaba de una fundación que se llamaba Humanismo y Democracia, que al parecer había participado en un programa subvencionado por el Ayuntamiento de Madrid para ayudar a rehacer sus vidas a algunas de las víctimas del huracán Mitch en Honduras, pero que, a la hora de entregar las cien viviendas sufragadas con dinero público que les habían prometido, les hacía comprometerse a abonar en 15 años el 41% del coste y también a firmar que, en caso de que se retrasaran tres meses en el pago, la organización tenía derecho a quedarse con las viviendas que, por otra parte, no tenían los 63 metros cuadrados que se anunciaban en el proyecto, sino sólo 49. Claro, es que de "benéfico" a "beneficio" hay tan poca distancia, que algunos se confunden, ironizó Juan Urbano, que, como todas las personas acostumbradas a comparar la realidad con la publicidad, era un escéptico.

Caminando entre multitudes cargadas de paquetes por aquella capital engalanada en la que el amor se medía en vatios y el cariño en euros, Juan Urbano se sentía un salmón que remontase el río de las verdades indiscutibles. "¿Por qué aunque éste sea un país constitucionalmente aconfesional, los ayuntamientos pueden gastarse lo que no está escrito en la Navidad cristiana?", se preguntó, mientras salía de la calle Preciados a la Gran Vía. Nadie le contestó.

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