martes, 22 de enero de 2013

Caballo de Troya

Algunos días la obligación y la devoción se unen en un mismo punto. Más raro fue aquel verano en que no dejó de nevar, como dice Sabina. Hoy ese punto ha sido El País. En el primer caso lo esperaba, en el segundo ha sido una grata sorpresa abrir las páginas del periódico y volver a ver un texto de Benjamín Prado. Tan suyo, tan comprometido, tan "aprovechando que tengo al público ahí no puedo no decir". Y ha dicho, y en facebook ha preguntado, ¿Estáis de acuerdo...?

Lo estéis o no, leedlo, disfrutadlo, compartidlo... yo opino que merece la pena, ¿estáis de acuerdo?

La muerte de la militancia


Hacia 1962, el director de la Real Academia Española y miembro de la Generación del 27, Dámaso Alonso, se quejaba, en un famoso poema, del modo en que las siglas políticas y comerciales de la época invadían el idioma: “USA, URSS, OAS, UNESCO / ONU, ONU, ONU / TWA, BEA, K.L.M., BOAC, / ¡Renfe, Renfe, Renfe! / (…) ¡S.O.S., S.O.S., S.O.S, / S.O.S., S.O.S., S.O.S.! / Vosotros erais suaves formas, / INRI, de procedencia venerable, / S.P.Q.R., de nuestra nobleza heredada. / (…) Legión de monstruos que me agobia, / fríos andamiajes en tropel. / (…) ¡Oh dulce tumba: / una cruz y un R.I.P.!”. Si el autor de Hijos de la ira siguiese en este lado del más allá y, por algún motivo, tuviera que volver a escribir ese texto para adaptarlo a los tiempos que corren, igual que se actualiza una aplicación de un teléfono móvil, sin duda incluiría en él los acrónimos llegados desde el mundo de la economía que hoy nos inundan: pymes, Ibex, IVA, Sicav, ERE… El resultado más que previsible es que aunque las iniciales fueran diferentes, la historia que contaran iba a ser la misma: que el lenguaje es un caballo de Troya, un instrumento de poder que nos atrapa, se nos impone, nos fuerza a considerar verdadero e innegable lo que se repite hasta el vértigo, lo que salta de los discursos públicos a las conversaciones privadas para adueñarse de ellas.
Esa sospecha resulta demoledora y no hace más que multiplicar por dos la desconfianza que produce la clase política en general y que provoca, entre otras muchas cosas, que solo dos y medio de cada 100 ciudadanos de la Unión Europea pertenezca a algún partido; que en España, según la última encuesta del CIS, no haya un solo dirigente que reciba el aprobado de la población y que la idea más repetida con respecto a ellos sea que son todos iguales. Una certeza tan poco convincente como cualquier generalización y sobre la que no puede crecer nada aparte del desánimo, porque no hay terreno más estéril que un lugar común, pero que cada vez está más arraigada entre los millones de personas que han quedado a la deriva tras el naufragio del neoliberalismo; que sufren en su propia piel los latigazos de los números rojos y el drama del desempleo; que se ven acorraladas por las deudas y al borde del desahucio, cuando no más allá; que después de trabajar 30 años como remeros de los piratas han sido arrojadas por la borda y ahora se les obliga a entregar sus tablas de salvación a los almirantes, para que puedan tapar con ellas los agujeros de sus barcos.
Esa gente, como es normal aunque suene paradójico, ya no tiene fe en sus creencias; desconfía de propios y extraños, de quienes dictan las leyes y de los que las aplican sin piedad en sus negocios o sus empresas. Y, por supuesto, es de todo punto imposible que se pueda ver a sí misma como una pieza valiosa de la máquina que la tritura.
A la luz de los acontecimientos, parece obvio que la oscura España del pelotazo que esquilmó nuestro patrimonio y nuestra credibilidad hace 25 años, no fue abolida como nos quisieron hacer pensar, tan solo cambió de manos; porque lo único que parece haber ocurrido en las últimas tres décadas es que Mario Conde, Luis Roldán y Javier de la Rosa dejaron su sitio a Francisco Correa, Gerardo Díaz Ferrán o al antiguo director general de Trabajo de la Junta de Andalucía Francisco Javier Guerrero y poco más, puesto que, aparte del cambio de apellidos, el país sigue lleno de timadores que viven a la sombra del poder para lograr que su carrera avance deprisa y su dinero negro suba como la espuma. 
No deja de tener gracia que Luis Bárcenas, el tesorero del Partido Popular que, entre otras cosas, evadió presuntamente al extranjero, como mínimo, 22 millones de euros, fuese tan aficionado al alpinismo, por lo rápido que llegó a Suiza. Mucho menos divertidas son las preguntas que uno pueda hacerse acerca de algunas decisiones del Gobierno o de sus partidarios en el mundo judicial: ¿no sería el hecho de que Baltasar Garzón imputase al tesorero del PP en el caso Gürtel lo que pudo costarle su puesto en la Audiencia Nacional, condenado, según ha escrito en EL PAÍS un exdiputado popular, Jorge Trías Sagnier, “por unas escuchas que fueron muy limitadas y estaban más que justificadas”? ¿No es demasiada casualidad que la amnistía fiscal que ha propiciado el ministro de Hacienda le haya venido como anillo al dedo a su excompañero Bárcenas para que pudiese regularizar 10 millones de euros no declarados? Demasiadas coincidencias, tal vez.Si antes se había decretado la muerte de las ideologías, de la Historia, de la novela y hasta la de Dios, ahora hay que certificar, al menos hasta nueva orden, la muerte de la militancia. Algo que parecen demostrar el último eurobarómetro, según el cual Grecia, España y Letonia, por ese orden, son los tres países del continente donde se tiene menos confianza en los partidos políticos, y un reciente sondeo llevado a cabo por Metroscopia, donde se recoge que el porcentaje de los que aquí desconfían de nuestras instituciones y de sus representantes es, ni más ni menos, que del 97%. Es comprensible, si recordamos que, a día de hoy, existen en nuestro país más de 300 parlamentarios, alcaldes y concejales imputados por los jueces en tramas de corrupción.
El francés Alain Touraine, con quien Bauman compartió aquel galardón, cree que “los políticos llevan demasiado tiempo actuando a espaldas de la sociedad, han roto con ella y al hacerlo han lastrado las democracias”, que al someterse a los poderes económicos renuncian a su papel de “mediadoras institucionales entre el Estado y la sociedad a la que representan, con lo cual nos dejan a casi todos fuera del sistema”. Ese lugar al margen es al que van a parar los parados, los insolventes o los desahuciados.El filósofo y ensayista polaco Zygmunt Bauman, ganador en el año 2010 del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades y padre del influyente concepto de “sociedad líquida”, que define un mundo en el que no hacemos pie y flotamos a la deriva, dice que la impotencia o sumisión del poder ante los mercados y la caída de aquel espejismo con las palmeras pintadas de rosa que era el Estado de bienestar, nos ha vuelto escépticos e indiferentes, y sostiene que lo único que ha conseguido la posmodernidad es que “hoy nos domine la incertidumbre y no tengamos más valores que los relativos”, porque todo lo demás ha perdido su solidez y, por tanto, no se puede usar como contrapeso a los peligros que tiran de nosotros hacia el abismo. Que el poder se encuentre en manos de “grupos casi abstractos y que parecen fuera del alcance de las instituciones, produce una sensación de impotencia y ha echado abajo los dos pilares sobre los que se debe de articular un país: la solidaridad y la confianza”. Tiene razón, el pesimismo nos domina, nos hace insolidarios y nos obliga a pensar que el futuro cabe en tres palabras: sálvese quien pueda.
El encargo que le ha hecho la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, al Centro de Estudios Políticos y Constitucionales para que busque el modo de mejorar la imagen de los políticos y su anuncio de que se tomarán medidas legales para endurecer las penas de inhabilitación a los corruptos y mandarlos a prisión, no parece que pueda ser tomada muy en serio cuando en su propio partido cubren y justifican a multitud de inculpados en asuntos muy sospechosos. Y lo hacen con tanto éxito que la inmensa mayoría de los candidatos envueltos en delitos de esa clase, son reelegidos cuando se vuelven a presentar a unas elecciones e incluso, tal y como ocurrió con el antiguo presidente de la Comunidad Valenciana, mejoran sus resultados. Quizás eso cambie ahora que, según dicen los últimos escrutinios, el 87% de los españoles pide que se aparte inmediatamente de sus puestos a los políticos a los que la ley implique en algún delito. Ya veremos si eso tiene un reflejo real en las urnas o solo demuestra que el novelista Mark Twain dijo la verdad cuando escribió que en este mundo hay tres tipos de mentiras: los embustes, las patrañas y las encuestas.Para hacer más hondo el desencanto, las noticias inacabables sobre la corrupción, que incluyen en su nómina oscura desde miembros de la familia real hasta dirigentes de las dos grandes formaciones políticas del país y de los partidos nacionalistas más pujantes, han pulverizado la fe de los españoles en los cargos públicos. Cómo no iba a ser así al ver a algunos de ellos robar, mientras nos imponen a los demás sacrificios sin fin, hasta el dinero destinado a las ayudas sociales, el subsidio de desempleo o las víctimas del terrorismo, que una y otra vez acaba en las cuentas opacas que esconden en diferentes paraísos fiscales los encargados de administrarlo. El yerno del Rey, por poner un ejemplo, usó como tapadera para blanquear capitales, según todos los indicios, una fundación de ayuda a niños discapacitados.
El premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, recuerda que “al principio la política falló porque no supo anticiparse a la crisis, ni la vio llegar; y después porque no tomó medidas para impedir el crecimiento de la desigualdad, ni actuó contra los abusos de las corporaciones”; y ahora teme que el desencanto de la mayoría acerque a muchos hacia la ultraderecha y otros suburbios de la condición humana. Sin duda, es un riesgo que no conviene ignorar, porque cuando las personas se sienten atrapadas, buscan libertadores, y ese es un gremio en el que abundan los farsantes y, a menudo, los canallas.
Como dice el sociólogo Juan Carlos Zubieta Irún, profesor de la Universidad de Cantabria, “el comportamiento indigno y zafio de algunos políticos provoca que los ciudadanos se alejen de ellos. La financiación ilícita de los partidos, las listas electorales cerradas, la falta de democracia interna o el incumplimiento de las promesas hechas en campaña explican el grito de los manifestantes del 15-M: ¡No nos representan!”. Una reacción que considera comprensible entre quienes sufren el azote de la crisis mientras tienen noticia de “las prácticas usureras de algunos bancos, el escándalo de las primas y los sueldos multimillonarios de sus directivos o la estafa de las preferentes, que hacen que corran al pasar junto a una sucursal”. La iniciativa de dejar la basura al pie de los cajeros automáticos de ciertas entidades, explica de forma gráfica lo que sienten sus damnificados. Y quizá sea un aviso de lo que puede ocurrir si las cosas no mejoran.
Los nuevos dirigentes de izquierda y derecha que, sin duda, pronto van a sustituir a los actuales, van a tener que trabajar mucho para devolvernos la esperanza, o no saldremos de aquí. Es imposible resolver un problema que no crees que tenga solución.Tienen que hacerlo, antes de que tengamos que escribir otro poema de la familia de Dámaso Alonso en el que se hable de un país irremediablemente partido en dos: “Paro, euro por receta, Bankia, tasa judicial; / privatización, recalificación, prevaricación; / testaferros, desahucios, paraíso fiscal, / sobresueldos, recortes, Suiza, malversación…”. Y así hasta llegar hasta el fondo de reptiles, que es como hace 30 años se llamaba a la dotación para sobornos que guardaban en sus cajas fuertes algunos ministerios. Con la diferencia de que entonces éramos militantes por la mejor razón que se puede serlo: porque teníamos fe en el futuro. Ahora, todo ha cambiado y, según concluye el informe de Metroscopia, si en 2010 empezaban el año con optimismo el 78% de los ciudadanos, ahora nada más que lo hacen el 43%.

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