martes, 6 de marzo de 2012

El prólogo de un clásico: El Buscón (y 2)

El sábado fue la primera, y hoy es la segunda parte del Prólogo a El Buscón... por Benjamín Prado.

No olvidemos que muchos de los episodios que narra en su novela los pudo aprender Quevedo en los ambientes canallas de Madrid, que al parecer solía frecuentar, pero otros, y entre ellos algunos de los más penosos, los extrajo de su propia biografía: a fin de cuentas, el vivió gran parte de su vida en palacio, pero también conoció dos veces la cárcel y el destierro, una por su lealtad al duque de Osuna, a cuyo servicio participó en la conjuración de Venecia, y otra por sus ataques al conde-duque de Olivares. Y en su relato de la dureza de la vida penitenciaria, que deja sentir un aroma lúgubre en medio del humor que caracteriza el recuento de las andanzas de don Pablos, debe de haber rastros de la que él sufrió en su propia piel en La Torre de Juan Abad y un adelanto de la que había de padecer en el terrible convento de San Marcos, durante sus cautiverios en Ciudad Real y León, respectivamente.

A pesar de todo, y ésta es una de las grandes hazañas de Quevedo, resulta imposible leer El Buscón sin una sonrisa,
porque son muy divertidas las estratagemas de Pablos para buscar un plato caliente que llevarse al estómago o, cuando sus miras se alargan, un futuro mejor en el que vivir con desahogo sin más merecimientos que el de una buena invención, puesto que en sus planes nunca está incluida la tentación de ganarse la vida de otro modo, de forma que en el todo son caballos robados, ropas de alquiler y nombres falsos con los que abrirse las puertas que no le estan destinadas. Para conseguirlo, puede llegar a representar farsas tan rocambolescas e increíbles como la sonada alegoría de los hidalgos artificiales que se echan migas en la barba para aparentar que acaban de darse un banquete, o la que lleva a cabo cuando, de camino a la casa donde vive la mujer adinerada con la que, tras muchos fingimientos y embustes, tiene la esperanza de desposarse, decide aparentar que tiene criado que lo anuncie y abra paso entre el gentio, por el método de seguir con andares ostentosos a cualquier incauto con aspecto de sirviente que lo preceda en la vía pública: «... como no llevaba lacayo, por no pasar sin  él, aguardaba a la esquina, antes de entrar, a que pasase algun hombre que lo pareciese, y, en pasando, partía detrás dél, haciéndole lacayo sin serlo; y en llegando al fin de la calle; metíame detrás, hasta que volviese otro que lo pareciese, (...) y daba otra vuelta".

Al final de sus múltiples angustias y sus dudosas proezas, a Pablos le queda lo mismo que al comienzo de la narración: casi nada. De manera que, malherido, buscado por la justicia y sin medios para subsistir, decide ir a Sevilla  y embarcarse con rumbo a América. Lo acompaña la última mujer que ha logrado embaucar - o que ha conseguido camelárselo a él, eso nunca se sabe, a pesar de que el apodo con el que nos la presenta, la Grajales, no parece presagiar nada bueno-, y aunque Quevedo detiene su relato en ese punto, sabemos de antemano, porque así nos lo dice el propio autor, que la distancia no va a arreglar ninguno de los problemas de quien, ante todo, piensa perseverar en sus malas aficiones: "determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias con ella, a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi suerte. Y fueme peor, (...) pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y de costumbres".

A pesar de todo, el lector lamenta profundamente ese punto y final, seguro de las andanzas de don Pablos al otro lado del Atlántico serían difíciles, pero también simpáticas y capaces de hacernos sonreír. Es la amarga y deslumbrante agudeza de Quevedo, cuya prosa llegó en este libro, quizá con la de algunos episodios de Los Sueños, a una perfección que le ha asegurado un puesto entre las creaciones imprescindibles, las que resumen y explican de tal modo su época, que al final pasan a formar parte no sólo de la Literatura, sino también de la Historia. Cualquier lectora de esta obra sabrá por qué en cuanto sus ojos hayan agotado las primeras páginas.


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