Juan Urbano, seguramente en buena compañía, ha cambiado Praga por Madrid aunque "sintió que le empezaba a arder por dentro la melancolía". Con esos ingredientes y con la propuesta de que las calles cambien de nombre cada semana y se dediquen a artistas, y cantantes, no hay muchas más opciones que pensar en la melancolía y en la calle que ya se merece Sabina. (Lo de Pereza, aunque Benjamín Prado los mencione muchó últimamenente, quizá sea algo exagerado).
Una calle para cada semana
Por Benjamín Prado
Andaba Juan Urbano por Praga, visitando la tumba de Kafka en el cementerio judío y sus casas en el Callejón del Oro y en el gueto que hubo tras la iglesia de San Nicolás; y buscando los lugares donde vivieron los poetas Rilke y Vladimir Holan, en el número 19 de la Heinrichsgasse y en Kampa, a orillas del río Moldava. Como la segunda está allí, pero la primera ya había desaparecido, sintió que le empezaba a arder por dentro la melancolía al acordarse de las cosas que estuvieron y ya no están en Madrid, donde el futuro no es lo que sigue al presente, sino lo contrario del pasado, lo que lo tacha y lo condena al vacío, y lo primero que se le vino a la cabeza fue la casa de Vicente Aleixandre, que de nuevo parece a punto de ser vendida y demolida, porque los políticos no consideran que valga la pena comprarla por lo que vale y los herederos del premio Nobel creen que su obligación no es salvarla, sino sacarle todo el dinero que puedan. Paseas por Praga y sientes lo mismo que en otras ciudades del corazón de Europa: que conservar y avanzar no tienen por qué ser verbos contradictorios, y que, de hecho, son complementarios cuando se piensa en lo que significan las cosas, en lugar de pensar sólo en lo que pueden hacerte ganar si las destruyes. En el otro extremo, duele pensar que la casa de Aleixandre, como tantas cosas, se podría salvar con la mitad de lo que algunos se gastan en espías o con el 10% de lo que otros se llevan en oscuras operaciones inmobiliarias. Ojalá el alcalde Alberto Ruiz-Gallardón, que es bibliófilo y por tanto conoce el valor de las cosas originales, se ocupara de ese asunto y le diera una solución, aunque a él quien de verdad le guste no sea Aleixandre, sino Alberti, del que se sabe un montón de poemas de memoria.
Pero lo que de verdad le encantó a Juan Urbano fue la idea que han tenido los promotores del grupo irlandés U2 y el ayuntamiento de Nueva York de dedicarles una calle de la ciudad a los músicos, aunque sólo durante una semana. ¿No es bonito que un artista tenga una calle con su nombre de manera temporal? Más aún si, como ocurre con U2, da la casualidad de que ha escrito una canción que se titula Where the streets have no name, donde las calles no tienen nombre. En Madrid, por esas razones de la política que la razón no entiende, a los vivos no se les puede poner una calle, y a los muertos a quienes se puso una calle en vida, como Aleixandre, se los olvida en cuanto se quedan fríos los titulares de los periódicos en los que estaba escrito su nombre. Pero sería bonito que un poeta, un músico, un actor o un pintor pudiesen tener calles semanales, y que a los vecinos les pudieran llegar cartas enviadas a esa dirección transitoria, a la calle de Joaquín Sabina, o a la plaza de Francisco Ayala, o a la avenida de José Manuel Caballero Bonald, por poner los primeros ejemplos que se le vinieron a la cabeza a Juan Urbano. Ahora que el alcalde anda preparando la entrega de las medallas de Madrid a algunas personalidades de la cultura y el deporte, igual podría pensar en dedicarles a esas mismas personas una calle que dure hasta el año que viene. Sería como en las canciones, donde ya existen calle de la Melancolía o la avenida de la Estrella Polar, pero al revés, poniendo calles falsas en sitios de verdad. A Juan le encantaría darse una vuelta por ellas como si entrara en un libro, un cuadro o un disco, transformado en un personaje de ficción.
Pero lo que de verdad le encantó a Juan Urbano fue la idea que han tenido los promotores del grupo irlandés U2 y el ayuntamiento de Nueva York de dedicarles una calle de la ciudad a los músicos, aunque sólo durante una semana. ¿No es bonito que un artista tenga una calle con su nombre de manera temporal? Más aún si, como ocurre con U2, da la casualidad de que ha escrito una canción que se titula Where the streets have no name, donde las calles no tienen nombre. En Madrid, por esas razones de la política que la razón no entiende, a los vivos no se les puede poner una calle, y a los muertos a quienes se puso una calle en vida, como Aleixandre, se los olvida en cuanto se quedan fríos los titulares de los periódicos en los que estaba escrito su nombre. Pero sería bonito que un poeta, un músico, un actor o un pintor pudiesen tener calles semanales, y que a los vecinos les pudieran llegar cartas enviadas a esa dirección transitoria, a la calle de Joaquín Sabina, o a la plaza de Francisco Ayala, o a la avenida de José Manuel Caballero Bonald, por poner los primeros ejemplos que se le vinieron a la cabeza a Juan Urbano. Ahora que el alcalde anda preparando la entrega de las medallas de Madrid a algunas personalidades de la cultura y el deporte, igual podría pensar en dedicarles a esas mismas personas una calle que dure hasta el año que viene. Sería como en las canciones, donde ya existen calle de la Melancolía o la avenida de la Estrella Polar, pero al revés, poniendo calles falsas en sitios de verdad. A Juan le encantaría darse una vuelta por ellas como si entrara en un libro, un cuadro o un disco, transformado en un personaje de ficción.
Pero no cree que eso vaya a pasar, porque en este mundo todo está ocupado por la realidad y hay poco tiempo para todo lo que no sean negocios, luchas de poder e intrigas municipales. Juan Urbano se fue a caminar por Praga, en busca de la casa del poeta Jaroslav Seifert, aquel que amaba tanto el silencio que una vez dijo que le gustaba pasear en la oscuridad porque los que saben escuchar pueden oír por las noches, en las copas de los árboles, el corazón de los pájaros. En Madrid hubo un tiempo en que la gente pasaba junto a la casa de Aleixandre y podía oír poemas que salían volando por las ventanas.
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