domingo, 28 de diciembre de 2008

La despensa de la gratitud

En estos días de idas y venidas he querido rescatar un texto de Benjamín Prado sobre una provincia que aunque huele a verano puede saborearse en cualquier época del año. Ésta mismo, ¿por qué no?. Un texto de viajes en el que el escritor no se limita a enumerar atractivos sino que aprovecha para evocar a uno de los gaditanos más ilustres, Rafael Alberti.
Benjamín es una persona que siempre tiene momento y siempre encuentra ocasión para la gratitud.

La tierra del marinero
Por Benjamín Prado. Revista Paradores.

Hay dos maneras de encontrar un lugar inolvidable: descubrirlo con tus propios ojos o hacerlo con los de alguien que lo conoce profundamente y sabe guiarte con pasos de experto por cada una de sus maravillas. Yo tuve la suerte de descubrir Cádiz, hace ya más de veinte años, de la mano de su hijo tal vez más ilustre, el poeta Rafael Alberti, que también fue mi maestro y mi amigo. Hicimos tantos viajes juntos por las playas y los pueblos blancos de su tierra, que a través de su memoria, interrumpida por el largo exilio que sufrió tras la Guerra Civil, pude conocerlos como si los recordase, de un modo tan profundo que tengo la impresión de que ya casi podría leer en primera persona estos versos de su libro ‘Ora marítima’, donde el poeta celebraba la fundación mítica de la ciudad, la más antigua de Occidente, al celebrarse su tercer milenario: ‘Cuántas veces, oh Cádiz, te habré visto / unida al coro blanco de tus puertos, / casi en el aire, cimbrearte toda / sobre el óvalo azul de tu bahía’. La provincia de Cádiz está hecha de cal y agua, y si a Rafael le gustaban los pueblos blancos de la provincia, esos lugares prodigiosos llenos del misterio de su pasado árabe o romano que son Vejer, Algodonales, Grazalema, Arcos de la Frontera o Alcalá de los Gazules, también solía llevarme a las hermosas playas de la Costa de la Luz.

Lugares mágicos como Bolonia, con sus ruinas romanas sobre la arena. O Sanlúcar de Barrameda, donde uno puede tener dos de las experiencias más impagables que, en mi opinión, se pueden disfrutar en nuestro país, que son coger un pequeño barco para visitar el Coto de Doñana, con sus linces, sus bandadas de flamencos y sus bosques tranquilos o, sencillamente, sentarse a ver la desembocadura del Guadalquivir. O Rota y su larguísima playa casi virgen, donde es una experiencia única pasear al pie de las dunas y junto a los corrales de la antigua almadraba fenicia.

O Sancti-Petri, entre la isla de San Fernando y Chiclana, que vive entre el magnetismo que producen los restos del antiguo castillo, que antes fue un templo elevado en honor de Hércules, dios del mar, y el resultado de los asombrosos trabajos de la arena, que ha ido formando con su sedimentación los famosos caños que ofrecen –como los Caños de Meca, en Barbate– uno de los atractivos turísticos más famosos de la región, y también algunas islas, en una de las cuales subsiste el poblado pesquero construído en los años sesenta del siglo pasado, cuyas casas de colores parecen añadirle un punto tropical a la zona.

O Zahara de los Atunes, al pie de la sierra del Retín y de los muros de la fortaleza de los Duques de Medina Sidonia, cuya playa está rodeada por una planicie, la dehesa de Quebrantanichos, donde los ganaderos llevan a pastar a sus toros.

O la misma Tarifa, cuyas aguas son algo así como el anagrama de la transparencia y donde algunos días el famoso viento de Cádiz, que vive gobernada por las órdenes del Levante o el Poniente, se deja sentir con una fuerza impresionante. Y, por supuesto, no olvido el pueblo natal de Rafael Alberti, El Puerto de Santa María, en el que muchas veces, al irme él descubriendo, en los rincones urbanístico, las huellas y las señales de su geografía sentimental, aprendí que la historia puede estar escondida tras el futuro, pero no desaparece: si sabes dónde y cómo mirar, el pasado vuelve a hacerse visible. Con mi maestro recorrí mil veces las calles de El Puerto de Santa María, navegué en el famoso Vaporcito admirando la belleza circular, y por lo tanto infinita, de la bahía; visité la sierra de San Cristóbal y el castillo de Doña Blanca y, sobre todo, pasé tardes sin tiempo en las playas de Valdelagrana, Vista Hermosa o Las Redes.

Hoy, veinticinco años después, Alberti tiene dos estatuas en El Puerto de Santa María y yo tengo una casa en Rota, al pie del Atlántico, que es donde él y su mujer, la escritora María Teresa León, pasaron algunos de sus días iniciales como enamorados. No olvidar a una persona consiste en cerrar la circunferencia de la amistad, y para mí es importante vivir algunos meses del año en un sitio en el que es imposible que deje de acordarme a cada instante de la persona que más cosas me ha enseñado: a fin de cuentas, la memoria es la despensa de la gratitud.

El primer libro de Rafael Alberti se titula ‘Marinero en tierra’. y con él ganó el escritor el Premio Nacional de Literatura en el año 1924, otorgado por un jurado que presidía, ni más ni menos, que don Antonio Machado. Es un libro sobre la nostalgia de un joven que, al trasladarse su familia a Madrid, añora día y noche las playas de Cádiz. Cuanto más tiempo paso allí, mejor le comprendo.

Con Cádiz sólo pueden pasarte dos cosas: o nunca lo has visto o siempre lo echas de menos. Los que ya lo hemos probado no somos sus visitantes, sino sus rehénes. Pero qué mejor destino que ser rehén de la belleza. No hay persona en su sano juicio que no sueñe con ese castigo.
(Merece la pena visitar la página original de la revista Paradores por sus extraordinarias fotografías y por el texto bilingüe, por si alguien se anima a dar a conocer a Benjamín allá donde el castellano se queda corto)

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