jueves, 4 de diciembre de 2008

El Albéniz es sueño

La defensa del Albéniz le ha quedado hoy a Benjamín Prado redonda. Tiene de todo, desde la fiosofía poética del inicio, la crónica de sucesos, la crítica, la opinión, el humor negro, la historia, la política y el alegato final. Un compleyo y equilibrado texto para empezar a echar de menos a quien aún no se han llevado.

Viva el Albéniz, abajo el rey
Por Benjamín Prado. El País.
La vida y la realidad no son lo mismo, porque una va por dentro y la otra por fuera, una es nuestra y nosotros somos de la otra, y por eso la vida es sueño y la realidad es una pesadilla. Juan Urbano pensaba todo eso el otro día, mientras cruzaba la Puerta del Sol y bajaba por la calle de la Paz para ver en el teatro Albéniz la obra Baile de máscaras, un ballet con el que la compañía Rojas y Rodríguez rinde tributo al 2 de Mayo de 1808 y que forma parte de los actos conmemorativos del Bicentenario, promovidos por la Comunidad de Madrid. La representación le pareció tan emocionante, bella y valiente que tuvo la impresión de que los bailarines alargaban las manos hacia él, desde el escenario, y le arrancaban un trozo de memoria para quedárselo.

Ahora, cuando ya ha caído el último telón para Baile de máscaras, subirá a las tablas del Albéniz La vida es sueño, de Calderón de la Barca, y si nadie lo remedia ése será el punto final del teatro, que a finales de diciembre cerrará sus puertas y el año que viene será destruido por los constructores que son sus dueños, como tantos otros edificios históricos de esta ciudad que sigue estando en manos de los enemigos de la cultura, los aliados de la barbarie. ¿Por qué los llamarán conservadores si no hacen más que destruirlo todo?, se preguntaba hace poco el escritor Julio Llamazares. Vaya usted a saber, pero igual es por lo mismo que los llaman liberales.

El Albéniz tiene dueño, efectivamente, pero ¿por qué? En opinión de Juan Urbano, el patrimonio cultural de un país y la propiedad privada deberían de ser incompatibles, y un particular sólo tendría que poseer una obra de arte, un manuscrito o un edificio históricos hasta cierto punto, sacarles todo el beneficio económico que quisiera, pero sin tener el derecho de hacerlos desaparecer. Pensar lo contrario es estar de acuerdo con aquel multimillonario japonés que pidió ser enterrado con un cuadro de Van Gogh porque era suyo, igual que el Albéniz es de una empresa llamada, sin duda sarcásticamente, Grupo Monteverde. El argumento de aquel majadero era que como el cuadro lo había pagado y era suyo, tenía el derecho a privar al resto de la humanidad de él. La teoría de los especuladores es igual, y donde todos vemos un teatro y un fragmento de historia ellos sólo ven un solar en el que levantar viviendas de lujo, un hotel y un parking. Eso sí, prometiendo que también habrá sitio para un nuevo teatro, lo cual es como querer derribar el Acueducto de Segovia y tranquilizarnos diciendo que se hará otro puente más pequeño en su lugar. La hipocresía es tan tóxica para los que la padecen como para los que la utilizan, de manera que en algunos casos ya no se sabe si algunos dicen lo que dicen porque consideran estúpidos a los demás o porque lo son ellos.

Fernando VII, tal y como se recuerda en Baile de máscaras, fue un rey agarrado a su corona y dispuesto a que todos los demás pagasen el precio que hiciera falta por ella. Siendo príncipe de Asturias conspiró contra su padre, Carlos IV, pidió ayuda y consejo a Napoleón Bonaparte y después de haber sido descubierto, condenado y perdonado, promovió el llamado motín de Aranjuez y se hizo con el trono. Pero Francia tampoco paga traidores, y el emperador invadió España, lo apresó, lo llevó a Bayona, le obligó a devolver la corona a Carlos IV e hizo que éste abdicara en su hermano, José I. El pueblo que no se merecía aquel Judas organizó la resistencia, escribió con su propia sangre la Constitución de 1812 y ganó la Guerra de la Independencia, pero cometió un error: mitificar al soberano cautivo y creer que él representaba la integridad nacional. Lo llamaban El Deseado, cuando su sobrenombre debió de ser El Artero. En cuanto Fernando VII recuperó el poder, restableció la monarquía absoluta, derogó la Constitución, reprimió a cuchillo a los liberales y cuando se vio acorralado pidió ayuda a la Santa Alianza y volvió a venderle el país a los franceses, reinstaurando su dictadura tras la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis.

Juan Urbano, que al acabar la representación estuvo a punto de gritar: ¡Viva el Albéniz, abajo el rey!, se dijo que en el caso del teatro a punto de ser invadido, los franceses serían el Grupo Monteverde, pero ¿quién haría de Fernando VII? La Comunidad de Madrid asegura que como el edificio no es suyo, no puede salvarlo y lo debe entregar a los especuladores. Quizá convendría que alguien en la Real Casa de Correos leyese el poema de Luis García Montero con el que concluye Baile de máscaras, porque puede que así entendieran cuáles son las responsabilidades de quien ejerce el poder.

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